Sobre costes estándar e ignorancias supinas…

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Postular la racionalización y sostenibilidad de algo presupone cierta irracionalidad e insostenibilidad previa. Y ese es, precisamente, el prejuicio del que parte el Anteproyecto de Ley de racionalización y sostenibilidad de la administración local de 18 de febrero de 2013. Hemos de suponer que la administración local española, para el Gobierno que impulsa dicho texto, aparece como algo irracional e insostenible, que consume recursos innecesariamente y presta servicios encarecidos e redundantes, solapando su actividad, quien sabe por qué razones, con las que diligentemente prestan otros niveles de gobierno. Uno, que todavía tiende a pensar en la racionalidad y sostenibilidad de los gobernantes, quien sabe por cuanto tiempo, presupone que todo ello estará basado en rigurosos estudios, en datos contrastados, en análisis detenidos de la realidad que se pretende reformar y mejorar. Pero no, no es así.

El citado anteproyecto no va acompañado de memoria económica alguna, ni se soporta sobre un análisis económico objetivo del coste de los servicios municipales. En su presentación se alude al Instituto de Estudios Fiscales como fuente para afirmar en los municipios de menos de cinco mil habitantes el coste de los servicios mínimos por habitante triplica al de los municipios de más de cien mil habitantes. Vano intento. Y es que ni el informe del Instituto de Estudios Fiscales, sin firma, no divulgado y consistente en un estudio somero del gasto sobre la base de la liquidación del ejercicio 2010, constituye base suficiente para soportar tal afirmación ni tal afirmación resulta cierta si se analiza detenidamente el contenido del informe al decir de quienes han tenido el privilegio de estudiarlo (véase estas notas de Francisco Velasco que considera la reforma sin fundamento empírico y por tanto arbitraria).

Nos encontramos ante un texto que tan pronto plantea, con tan solo catorce días de diferencia, la supresión generalizada de los municipios de menos de cinco mil habitantes y su automática agregación al municipio limítrofe de mayor población, con criterios puramente económicos, como la intervención generalizada de dichos municipios por parte de las Diputaciones Provinciales, sin suprimirlos y en base a otros criterios diferentes, aunque también económicos. Estamos ante una reforma que improvisa soluciones que varían cada día frente a unos problemas que, de existir, que ni está claro que existan ni se acredita su existencia, parecen mutar hora tras hora. Lo que en un texto aprobado en diciembre de 2012 se pretende resolver de un modo, se aborda de otro a principios de febrero de 2013 y recibe otra respuesta, distinta, a mediados del mismo mes. Los servicios prestados en el ámbito de las denominadas competencias impropias a veces han de suprimirse, otras justificarse, otras reprogramarse en un horizonte de tres años. Las mismas competencias impropias que se proscriben en el articulado de la Ley reformada, suprimiéndose el precepto que las contempla, se asumen en el régimen transitorio y en las disposiciones adicionales sin ningún rubor.

El anteproyecto de Ley de racionalización y sostenibilidad de la administración local de 18 de febrero de 2013 ni es racional ni sostenible. Lo demuestra su propia incoherencia con los cuatro objetivos fundamentales que dice perseguir. El primero, ampliamente publicitado es el de “una administración, una competencia”. Se trata de un principio mal formulado, pues lo que parece pretenderse es más bien lo contrario, “una competencia, una administración”. Pero ni lo uno ni lo otro se consigue, ni en la primera formulación, ni en la segunda. Y es que el texto, que restringe notablemente el ámbito de las competencias locales, no delimita con nitidez las que mantiene, que continúan siendo compartidas y concurrentes en muchas ocasiones, incluso de manera expresa, subsistiendo posibles duplicidades. No asegura tampoco la prestación de los servicios mínimos pues nada dice el texto proyectado acerca de su financiación; ni elimina, en fin, las competencias impropias pues, pese a derogar el artículo 28 de la Ley reguladora de las bases del régimen local, permite que subsistan conforme a sus disposiciones adicional sexta y transitoria novena.

En segundo lugar, tampoco se alcanza a entender cómo se logra racionalizar la estructura organizativa de la administración local con la reforma proyectada. Y es que, primero, parece poco racional un sistema que tiende a generar multitud de administraciones sin competencias efectivas, administraciones que serán un cascarón vacío. Pero, en segundo lugar, tampoco parece en exceso racional un sistema que, obviando la realidad del territorio, extraordinariamente complejo pese a la concepción lineal, uniforme, “madrileña de Madrid”, que subyace en el anteproyecto, aboca a las Diputaciones Provinciales a asumir funciones y competencias para las que hoy día no están ni preparadas, ni concebidas, ni organizadas, sin que dicho replanteamiento de tales administraciones resulte además estable o general, sino puramente coyuntural, contingente en grado sumo. En tercer lugar, ningún sentido tiene tampoco obviar como obvia el texto difundido a otras administraciones, como las propias Comunidades Autónomas o las comarcas (donde existen), que aparecen mencionadas sucintamente suscitando más inseguridad que soluciones. Y, finalmente, resulta del todo rechazable, porque responde a una profunda ignorancia y incomprensión de la realidad de gran parte del territorio español, en el mejor de los casos, o a su desprecio, en el peor, el ataque a las entidades locales menores, por un lado, y a las mancomunidades, por otro, que han venido dando respuesta, satisfactoria para sus vecinos en la mayoría de ocasiones, a las necesidades de la población adaptándose a su ubicación en el territorio y al territorio mismo.

Es el tercer objetivo enunciado en la exposición de motivos el único que el texto proyectado pudiera llegar a alcanzar, profundizando de este modo en los controles ya existentes, que parece considerar insuficientes el Gobierno, derivados de la normativa de estabilidad presupuestaria y de la de financiación del pago a proveedores. Imponer más controles sobre la administración local parece ser el objetivo fundamental de la reforma, imponer más controles sobre un nivel de gobierno que, dejando al margen el caso del municipio de Madrid, presenta un déficit total similar al de la Comunidad Autónoma del País Vasco, una sola Comunidad Autónoma que no es, ni mucho menos, la peor en esta materia. No parece racional ni sostenible continuar limitando la autonomía local de este modo desde niveles de gobierno cuya racionalidad y sostenibilidad, por cierto, ha resultado infinitamente menor que la de la inmensa mayoría de las entidades locales.

La reforma dice pretender lograr mayor profesionalidad y transparencia en la gestión pública local. Poco puede decirse, porque poco o nada dice el anteproyecto, sobre transparencia. Es quizá un término de modo, con poco contenido en nuestro país, que se vincula a cualquier reforma impulsada en los tiempos que corren. En cuanto a la profesionalidad, la reforma se limita a modificar diversos aspectos del régimen jurídico de los cuerpos de funcionarios con habilitación de carácter nacional, para reforzar su independencia, y a regular diversos aspectos de los electos, el personal eventual y el personal directivo homogeneizando y limitando su número y retribuciones sin grandes cambios globales respecto de la situación actual. A eso se limita la reforma en lo que respecta a la profesionalización de la administración local.

No estamos, pues, ante una reforma racional ni sostenible del régimen local. No existen estudios que justifiquen las propuestas que se plasman en el anteproyecto cuyo efecto fundamental es imponer un gran recorte de la autonomía local, sacrificada en el ara de la economía sin que existan datos económicos suficientemente elaborados que justifiquen tal inmolación. El interés local, la autonomía para la gestión de los intereses locales y responder a las legítimas aspiraciones de los vecinos se pretende someter a informes autonómicos y estatales, el interés general derrotado por el general interés.

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