Deuda y derechos sociales: Un equilibrio necesario

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La actual demanda de reforma constitucional responde en parte, como exponía en mi anterior comentario, a la propia reforma constitucional del artículo 135 de la Constitución realizada en 2011. Pero, aun cumplida la propia Constitución y la Ley para realizarla, la confianza de los representados en quienes debieran representarles se vio frustrada por una reforma no sometida al voto ciudadano y que, a la postre, está propiciando y amparando otras que, limitando niveles de protección social previos, han dado al traste con largos y penosos procesos para el desarrollo de los derechos sociales en España. Es precisamente esa quiebra de la confianza, obvia desde la perspectiva política y muy probablemente fundamento de los cambios en las tendencias de voto que apuntan las encuestas, la que me permite enlazar con los efectos que todo ella está teniendo en relación con los derechos sociales. El artículo 135 de la Constitución y la lectura que del mismo se ha hecho ha provocado una dura involución en la construcción del Estado del bienestar y en la construcción de los derechos sociales en España.

Cuando un lego en Derecho, beneficiario potencial o declarado de prestaciones de dependencia o de vivienda, se acerca al jurista preguntando cómo es posible que se le haya privado de aquello a lo que se le había dicho que tenía derecho no es fácil la respuesta. No resulta sencillo explicar que la Constitución sólo ampara el derecho a la vivienda o a la protección de la salud y, por extensión, de los dependientes, como simples principios rectores, mandatos de actuación a los poderes públicos con escaso contenido constitucional. No es fácil explicar a quien adquirió una vivienda protegida con un préstamo concertado al que la normativa vigente vinculaba un primer periodo quinquenal de subsidiación, ampliable por dos más si se cumplían unos requisitos objetivos, que mediante Real Decreto-ley, dificultando así su reacción, se haya eliminado toda vestigio de esos dos periodos adicionales de subsidiación. Algunos de ellos acabarán siendo gente sin casa en este país de casas sin gentes.

Y si lo anterior entraña dificultades, todavía es más difícil hacer entender a alguien que atendió a su familiar enfermo hasta su muerte, que ninguna ayuda recibirá su familiar fallecido declarado dependiente con un grado concreto, que no llegó siquiera a tener su plan integral de atención amparándose la administración en una norma que difería su aprobación, porque existe otra norma que establece que “las personas que tuvieran reconocido un grado de dependencia y que fallecieran con anterioridad a la resolución de reconocimiento de la concreta prestación, no tendrán la condición de persona beneficiaria de las prestaciones económicas. De las actuaciones realizadas no se derivará derecho alguno” (disposición adicional tercera de la Orden de 24 de julio de 2013, del Departamento de Sanidad, Bienestar Social y Familia, por la que se regulan  las prestaciones del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia, la capacidad económica de los beneficiarios y su participación en el coste de  los servicios, en la Comunidad Autónoma de Aragón). Muertos y enterrados quedan esos dependientes sin derechos.

¿Cómo es posible que la búsqueda de la confianza de los intangibles mercados acabase sacrificando la confianza de los ciudadanos en sus derechos? Sin duda lo está siendo. Y de la forma más injusta posible. De hecho, en el ámbito de las propias políticas de vivienda los únicos derechos que se han respetado han sido los de las empresas inmobiliarias y otros grandes inversores que promovieron la peculiar vivienda protegida de alquiler propia de los últimos planes de vivienda, concebida más como un producto financiero que como instrumento de políticas sociales. La venta de esas viviendas por paquetes, unida a la alteración sustancial de su régimen jurídico, permitiendo su venta, transcurridos tan solo diez años desde la calificación, explica los conflictos que se están produciendo en algunas Comunidades cuando los adquirentes son esos llamados fondos buitre. Lo cierto es que el tiempo ha puesto de manifiesto, muy rápidamente, que el obligado sacrificio que el reajuste de las cuentas públicas exigía de la sociedad española, autoimpuesto por la reforma constitucional de 2011, debió incorporar garantías adicionales que impidieran el sacrificio exorbitante de determinados derechos.

La justificación de la supresión de determinadas ayudas a la vivienda en 2010 se aceptó por los Tribunales, desestimando la impugnación directa de la norma que modificaba el plan de vivienda entonces vigente, en el marco de “un escenario de profunda crisis financiera, creciente déficit público y necesarios reajustes presupuestarios” (dos Sentencias del Tribunal Supremo de 6 de febrero de 2012). Los Tribunales aceptaron así el imperativo económico como fundamento de la modificación del régimen de ayudas al acceso negando afecciones a la seguridad jurídica y confianza legítimas, destacando la relevancia del momento fijado para acceder a ayudas desde la perspectiva de la retroactividad y ponderando para justificar la supresión de la ayuda estatal directa a la entrada que “viene en parte mitigada por la instauración de un posible tercer periodo quinquenal de subsidiación a los préstamos convenidos para la adquisición de viviendas”. No está de más recordar que el gasto anual medio del Estado en políticas de vivienda y rehabilitación en los diez primeros años del siglo XXI estuvo en torno a los novecientos millones de euros, no más de nueve mil millones de euros en diez años, por tanto. Dejando al margen otras cuantiosísimas ayudas y favores, el mismo Estado inyectó en dos años sesenta mil millones de euros en diversas formas de capital en las entidades financieras rescatadas tras la explosión de la burbuja inmobiliaria y financiera. Esos sesenta mil millones hoy son deuda pública y, según han declarado las autoridades financieras, en su mayor parte no se recuperarán y acabarán en manos privadas.

Pero lo que entonces se estableció y el Tribunal Supremo validó fue, pura y simplemente, la desaparición de una concreta modalidad de ayuda y la modificación de otras, todas ellas iniciales, ninguna de ellas basada en otras reconocidas ex ante. No cualquier recorte está justificado de antemano por la crisis económica pues todo pues el sacrificio de las expectativas de estabilidad, aun pudiendo estarlo, puede hacer surgir el derecho a indemnización cuando no ha existido conocimiento anticipado, ni medidas transitorias proporcionadas al interés público y suficientes para que los afectados pudieran ajustarse al cambio, ni medidas correctoras o compensatorias. La renovación de la subsidiación era reglada, basada en circunstancias objetivas, contaba con un escenario presupuestario y de gestión estable que conformaba, cuando menos, un derecho a solicitar la renovación que surgía desde el momento mismo en que se obtenían las ayudas iniciales. La adquisición de la vivienda protegida tuvo lugar, en suma, vinculada al reconocimiento de ayudas en forma de subsidiación y al derecho a solicitar su renovación si concurrían las circunstancias objetivas establecidas en su normativa reguladora.

Confianza legítima, buena fe e irretroactividad debieran haber sido el contrapeso constitucional de los compromisos asumidos a través del artículo 135 de la Constitución. Sólo lo han sido para algunos, no para otros y, desde luego, no para las prestaciones y derechos sociales. La reforma constitucional buscó la confianza de los poderes económicos, extranjeros la mayoría. Quizá la haya conseguido, en parte al menos. Pero ha provocado la pérdida de la confianza de muchos ciudadanos en sus instituciones, en los que eran sus representantes, provocando acaso el fin de un ciclo político y constitucional. Somos un país de extremos, como siempre. Y lo que se inclina en demasía al final acaba cayendo.

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