Los corsarios de las palabras.

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Afortunados aquellos que viven en tiempos de creación de nuevas palabras, pues ellos sentirán el vértigo de la historia. Nos adentramos en un universo digital, nuevo e inexplorado, que hace preciso el bautizar aquello innominado que nos encontramos en ese vasto territorio por completo desconocido. Desde el paleolítico, jamás el mundo fue tan nuevo como hoy nos parece. Como en aquellos remotos tiempos, tenemos continentes enteros por descubrir y bautizar. Las nuevas palabras, como internet, software, hardware, email, redes sociales o wifi, por citar sólo algunas entre las neonatas, configuran la herencia que nuestra generación de descubridores legará a los que nos sucedan.

Las palabras son un arma de munición simbólica de sorprendente poder. Pueden crear y destruir, enamorar o repeler, ensalzar o denigrar. Cuando son utilizadas con sabiduría, poseen una extraña fuerza inmanente que las dota de un enorme poder transformador – creador o destructor – según el uso que de ellas hagamos. Nuestra mente pertenece al universo de las palabras, que son los ladrillos que configuran la estructura del pensamiento. Chomsky demostró que la capacidad del lenguaje está implícitamente grabada en nuestros genes. Nacemos con la capacidad innata del lenguaje. Por eso, las palabras son mucho más que un sonido con significado; no se limitan a nombrar el mundo que nos rodea, sino que, de alguna forma, también lo crea. Nombrar, es conocer y conocer es descubrir. Las cosas no existen hasta que no tienen nombre, afirmaban los clásicos. Nombrar, bautizar por vez primera una especie, una montaña, un planeta, es la experiencia más excitante y creativa para un alma inquieta.  En Cien años de soledad, el Coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, recordaba su infancia en Macondo cuando «El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con dedo». Al nominar algo, en alguna medida, ya la poseemos, la hacemos nuestra. Sin nominar, la cosa permanece en el limbo confuso de lo innombrado, en el piélago embarrado de lo indefinido e indiferenciado.

Pero mientras los descubridores bautizan lo nuevo, los astutos mercaderes de lo obvio, etiquetan con palabras nuevas lo que en verdad son viejos conceptos. Y para ello utilizan palabros en inglés que, es bien sabido, confieren un halo trascendente a lo nombrado. Así, se extiende el uso de palabras como Mentoring, lo que conocíamos como el apoyo del maestro al aprendiz; Coaching, al animar y reforzar la autoestima; Networking, al relacionarse y establecer contactos; Call a la conversación telefónica; Coffee Break, al descanso para el café; Start Up, a la empresa que nace. En español, suenan a poca cosa, en inglés, a un concepto por el que el incauto se dejará desplumar gustoso y por el que el cursi se pavoneará ante la temerosa parroquia local. El inglés concede una solemnidad boba a la obviedad castiza, trampa para incautos. Compran como nuevo lo que ya es antiguo. Así somos. Los listos del momento han descubierto una forma inteligente de nominar a la mentira. Lo que antes era falso, ahora se conoce como postverdad. Etiquetar en inglés lo obvio, es una forma mema de postverdad; bautizar con nuevas palabras las geografías digitales que descubrimos, un gozoso acontecimiento.

Tiempos de descubridores y de embaucadores los nuestros; tiempos de descubrimiento de un nuevo mundo, tiempos de corsarios de las palabras.

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