Sociedad low cost (I)

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Durante las pasadas vacaciones he tenido mi bautismo de vuelo en líneas aéreas de bajo coste – pongamos mejor bautismo de vuelo low cost por aquello de parecer un poco más moderno – y tengo que reconocer que muchas de las insidiosas leyendas urbanas que se vierten sobre estas no ya tan novedosas compañías no parecían tener visos de realidad.

Es cierto que el efímero viaje que realicé – 50 minutos entre Madrid y Oporto – tampoco contribuyó a que pudiera comprobar, por ejemplo, por mor de la sabia naturaleza, la certeza de la afirmación de que en estas compañías no puede hacerse uso de los aseos si no se ha abonado el correspondiente suplemento.

No obstante, sí pude asistir a algunas escenas rocambolescas, como la curiosas situación que se produce cuando el pasaje puesto en fila ante la puerta de embarque desde que supera el humillante paso por las horcas caudinas de los controles de seguridad al que nos ha abocado esta exagerada preocupación por la seguridad que únicamente sirve para que muchos de los miembros de seguridad, en su mayoría pertenecientes a empresas privadas, abusen de su posición de predominio sobre los viajeros con un trato degradante similar al que supongo que deben sufrir los animales camino del matadero.

Esa situación a la que me refiero, una vez puesto en cola todo el pasaje ante la puerta de embarque desde el primer momento, puesto que en estas compañías no se reserva el asiento, salvo claro está que se pague por dicho privilegio, se torna en angustiosa cuando los miembros de la tripulación pasan revista, al más puro estilo cinematográfico de guardias de prisiones, a la búsqueda de ingenuos incumplidores de las medidas del equipaje de mano.

Uno desde la mitad de la cola – siempre hay alguna cosa mejor que hacer, como por ejemplo ir a los lavabos o mirar los escaparates de las tiendas, que ponerse en la cola del embarque desde el principio con la finalidad de ganar algunos puestos para acceder a la aeronave con la consiguiente, claro está, preferencia a la hora de abandonarla – observa como los implacables sabuesos avanzan hacía su posición comprobando, con ojo experto, el tamaño de los bultos de mano que los viajeros intentan arrebujar contra sí, y señalan a algún pobre desgraciado para que, a la vista de sus compañeros de viaje, intente superar la prueba de introducir su maleta en esa especie de jaula que algunos llaman corralito, sita junto al mostrador de la puerta de embarque, y, al fin, sacarla de ella, con la correspondiente sanción ejemplar de tener que abonar un suplemento en caso de no lograrlo.

En cuanto el miembro de la tripulación supera nuestra posición en la cola de embarque nos relajamos, nos decimos que esta vez nos hemos salvado, y nos olvidamos de los restantes pasajeros pues, una vez que no hemos sido reprendidos en presencia de todos, ya podemos mirar por encima del hombro a quienes nos siguen en las posiciones más retrasadas y enorgullecernos, no solo de haberles superado en la cola, sino de contar con la seguridad de que hemos cumplido con las normas sobre el volumen del bagaje, lo que en su caso está por  ver.

Además estas colas, dado que al guardarse de pie se dificulta enormemente la lectura o cualquier otra distracción que no sea la de observar todo aquello que nos rodea, nos permiten descubrir auténticos especialistas en este tipo de viajes.

En el aeropuerto de Oporto llamó mi atención una familia formada por la madre, dos preadolescentes y la abuela de éstos, seguramente porque me desconcertó su atuendo en el mes de agosto, pues, a pesar de que no se puede decir que hiciera un calor abrasador en el interior de las instalaciones aeroportuarias, tampoco parecía normal vestir varias capas lo que me hizo reparar en ellos.

Cada uno de los componentes de la familia portaba una maleta que no podía ser objeto de crítica por los miembros de la tripulación al cumplir escrupulosamente con las medidas exigidas, pero todos iban ataviados con varias prendas, unas encima de otras, dotadas de numerosos bolsillos – como esas chaquetas que suelen usar los cazadores, pescadores y todo tipo de aventureros- repletos de toda clase de objetos que de haberse introducido en las maletas no habría cabido y que, además de dificultar sus movimientos, no habría cumplido con hipotéticas restricciones de peso por persona.

A la vuelta de este viaje, casualmente, escuche en un programa de radio que alguien se hacía eco de la existencia de hoteles de bajo coste, continuando con la saga de los vuelos low cost.

Parece que son hoteles baratos y bien ubicados cuyas instalaciones, obviamente, no son de cinco estrellas aunque a muchos les soluciona la noche, tienen algunos inconvenientes como, por ejemplo, que sólo caben un máximo de dos personas por habitación y que si quiere contar con un servicio de limpieza y cambio de sábanas hay que pagarlo aparte, así como si se quiere ver la televisión o disfrutar de otras prestaciones.

El locutor no hizo mención alguna, o no quiso hacerla, sobre los usos gratuitos que ofrecían los aseos de las habitaciones, pero sí incidió en el hecho de que si se quería ver la televisión y se pagaba el correspondiente suplemento nos facilitarían un aparato de plasma.

Pero estas novedosas, al menos para mí, formas de viajar me hicieron comprender que las restricciones que se nos anuncian un día sí y otro también al albur de la crisis no son más que una variedad de esta saga de servicios low cost cuyo lema parece ser pagar por usar. Es decir se nos propone sustituir el estado de bienestar por una sociedad low cost.

Continuará

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