La clave eran los datos. Siempre lo han sido. Pero no gestionamos datos (y mucho menos en base a los datos), sino documentos. Por eso, de las tres etapas de la transparencia, nos quedamos en la primera: publicación de documentos. Y difícilmente alcanzaremos la tercera, transparencia algorítmica, sin pasar por la segunda, Open Data.
El elemento clave de la Inteligencia Artificial (IA), por supuesto, también son los datos. Y en el sector público tenemos muchos, grandísimas cantidades de ellos. El Big Data se ha convertido en un recurso fundamental para la moderna gestión de las administraciones públicas, las cuales por cierto se rigen por el principio de objetividad. Y es ahí donde la IA encaja como anillo al dedo. Gracias a su capacidad para recopilar, analizar y procesar grandes volúmenes de información, permite objetivizar la toma de decisiones, optimizar la asignación de recursos y diseñar políticas públicas más realistas y eficientes. Su verdadero potencial radica en la transformación de datos dispersos en conocimiento útil, proporcionando a los gestores públicos herramientas para anticiparse a los problemas y responder de manera más efectiva a las necesidades de una ciudadanía a la que además van a poder rendir cuentas de forma transparente. Sin embargo, esta revolución digital no está exenta de riesgos (“desafíos”, como dice ahora todo el mundo), especialmente en lo que respecta a la privacidad, la seguridad y la igualdad en su aplicación.
Las administraciones públicas no solo poseen una gran cantidad de datos, sino que manejan a diario una cantidad aún más enorme de información procedente de múltiples fuentes, como los registros de información fiscal, los datos de usuarios de los servicios, las estadísticas económicas, demográficas y sociales, y otras fuentes más concretas que ofrecen datos especialmente sensibles como son los relativos a la salud, los que manejan los servicios sociales o los de relevancia policial. Tradicionalmente, gran parte de estos datos se almacenaban de manera aislada, fragmentada, desestructurada y no digital, lo que dificultaba su uso, reutilización e interoperabilidad. Con la llegada del Big Data y las nuevas tecnologías, es posible analizar estos conjuntos de datos de forma masiva y detectar patrones y otros usos que antes eran invisibles o inabordables. Esto permite, por ejemplo, mejorar la gestión del tráfico en las ciudades, identificar tendencias en los usuarios de otros servicios y, como apuntábamos, optimizar al máximo la distribución de recursos en función de la demanda real.
Y eso no es todo. En un nivel excelente, nos permitiría prever crisis sanitarias o desastres naturales, por citar dos ejemplos devastadores que han protagonizado estos últimos tiempos. En efecto, el potencial de la IA en la explotación del Big Data es infinito. Gracias al aprendizaje automático, los algoritmos pueden procesar información a una velocidad inalcanzable para los seres humanos y extraer conclusiones precisas. De esta manera, las administraciones pueden predecir problemas antes de que ocurran y actuar con mayor anticipación. La predicción es la nueva planificación. Por eso deberíamos utilizar modelos predictivos para gestionar emergencias, donde la IA puede analizar datos históricos y meteorológicos, e incluso verificar el estado de las infraestructuras de contención, a fin de alertar sobre posibles riesgos de inundaciones, incendios y otros desastres. En el ámbito sanitario, la aplicación de estos sistemas ya ha demostrado ser eficaz para detectar brotes epidemiológicos, mejorar la planificación hospitalaria o personalizar tratamientos médicos en función de las características biomédicas de los pacientes.
Dicho todo lo anterior, resulta casi imposible no defender este beneficio de la tecnología fácilmente traducible en términos de eficacia y eficiencia. Pero no podemos cegarnos por estas innegables bondades. A pesar de sus múltiples beneficios, la integración de la IA y en concreto la utilización del Big Data en el servicio público plantea esos aludidos riesgos[1] que desde luego no pueden pasarse por alto. Es lo que podríamos llamar el «big problem» del Big Data. Uno de estos riegos, bastante preocupante, es la posibilidad de que los algoritmos perpetúen sesgos preexistentes en la sociedad (sesgo algorítmico). Si los datos con los que se entrenan estos sistemas contienen algún tipo de discriminación de género, racial o socioeconómica, las decisiones que se tomen a partir de ellos podrían incluso acentuar esas desigualdades. Para evitarlo, es imprescindible desarrollar mecanismos de auditoría que garanticen la fiabilidad de la fuente de los datos y que los modelos utilizados sean justos y equitativos. La transparencia es otro punto crítico. Si algunas decisiones públicas se basan en análisis automatizados, la ciudadanía debería tener acceso a una información clara y accesible sobre cómo funcionan estos sistemas y cómo se han obtenido los resultados que afectan a sus derechos y su vida cotidiana (explicabilidad algorítmica). Por tanto, el enemigo son las llamadas “cajas negras” y los algoritmos opacos.
La seguridad de los datos es otro aspecto fundamental, respecto al que nuevamente debemos decir “siempre lo ha sido”. Las administraciones manejan información extremadamente sensible, lo que en los últimos años las ha convertido en objetivo de ciberataques y fugas de datos. Ni se les ocurra dar el salto a la IA si no cumplen de forma escrupulosa el Esquema Nacional de Seguridad (ENS). Ciberseguridad, confidencialidad, privacidad y, cómo no, protección de datos, son otras cuestiones que ya debían preocuparnos desde hace tiempo pero que ahora ganan en importancia. Garantizar la seguridad, confidencialidad, integridad y “robustez” de estos sistemas debe ser una prioridad para las administraciones públicas. En este sentido, el cumplimiento de normas europeas como el Reglamento General de Protección de Datos o el Reglamento de Inteligencia Artificial, deberían ser el punto de partida para asegurar que el manejo del Big Data se realice de manera responsable.
Un problemática adicional es la brecha digital. Si bien la IA y muchas otras tecnologías ofrecen oportunidades sin precedentes para universalizar los medios digitales, es un hecho que su acceso no es igual para todos. Existen personas y sectores de la población que no cuentan con los conocimientos o las herramientas necesarias para beneficiarse de estos avances, incluso territorios enteros, como la llamada España rural, condicionada por la falta de conectividad. Las administraciones deben garantizar que la digitalización de los servicios públicos no deje atrás a quienes tienen menos recursos o menos habilidades tecnológicas. En nuestra opinión, se trata de una obligación constitucional (art. 9.2 CE). La inclusión debe ser un principio fundamental en el diseño de cualquier estrategia basada en el uso del Big Data. No obstante, debemos decir que la IA es especialmente inclusiva.
En definitiva, el potencial del Big Data y la IA para mejorar la gestión pública es innegable. Su implementación permite diseñar servicios públicos predictivos y eficientes, así como crear administraciones más eficientes, ágiles y adaptadas a las necesidades de la ciudadanía. Sin embargo, su éxito dependerá de la capacidad que tengamos de garantizar un uso legal, ético y responsable de estos sistemas, de forma que los derechos de las personas no se vean comprometidos. La estrategia para lograrlo no pasa, desde luego, por caer en la tentación de frenar la innovación, sino en integrarla en lo público de tal manera que aporte ese valor real a la sociedad sin comprometer normas, principios y derechos fundamentales. La tecnología, bien implantada y aplicada, puede ser una gran aliada en la construcción de un sector público más justo, eficiente y transparente. Siempre lo ha sido.
[1] “10 riesgos de la implantación de IA en la Administración y cómo gestionarlos”. Blog Nosoloaytos 01/02/2025. Fuente: https://nosoloaytos.wordpress.com/2025/02/01/10-riesgos-de-la-implantacion-de-ia-en-la-administracion-y-como-gestionarlos/