No es la primera vez que escribo sobre esta materia que a todos nos preocupa, vista la cantidad -y a veces gravedad- de los accidentes que se registran en nuestros callejeros por la difícil coexistencia de vehículos muy dispares para los que el ordenamiento tiene que fijar prelaciones o preferencias de paso en atención a la vulnerabilidad de algunos circulantes. Pero retomo el tema, justamente cuando la prensa digital de mi ciudad acaba de hacerse eco de un accidente grave de un motorista al tratar de esquivar un patinete que cruzaba, en modo peatón, un paso de cebra.

Muchas de nuestras ciudades y particularmente sus barrios antiguos, no se concibieron para el tráfico actual. De ahí que, en estos trazados, algunos medievales, compatibilizar la automoción con la bicicleta sea complicado y peligroso, por más limitaciones de velocidad que se impongan a los coches y más exigencias de señalización se exijan a los ciclistas. La bicicleta actual data del período entre 1864 y 1870 y su generalización en España -tras la primera creación, en Huesca en 1867- arranca con la fabricación en Eibar, en 1923, de un primer modelo, creado, al parecer para una rifa, y la expansión del invento en nuestro país se produce ya avanzada la posguerra. En resumen, esta máquina de pedales a la que casi toda la población aprendimos a subirnos de niño, con el inevitable pago de alguna caída, es, históricamente, de ayer por la mañana. Contra lo que pueda pensarse, es más moderna que los vehículos a motor. El 31 de octubre de 1900, se matriculó el primer coche en España, concretamente en Palma de Mallorca. Y a partir de ese momento la importación, primero y la fabricación, después, no ha parado, con los lógicos altibajos del mercado.

Los barrios antiguos, de calles estrechas y, a veces, serpenteantes, sólo admitía en origen la tracción animal; el tiro y carga así llamado. La legislación de ensanche de poblaciones propició -con dolorosos derribos- la ampliación de las calles y quizá el inicio de la especulación inmobiliaria, pese al protagonismo que dio a los Ayuntamientos. Pero esos nuevos viales eran muy tranquilos para pasear, como muestran las fotos antiguas; todo realmente era vereda, y lo fueron hasta la masificación de los automóviles. Antes, de 1871 al final del siglo, circularon tranvías de mulas que, aunque con pasajeros, eran también la antiquísima tracción a sangre o por semovientes. El primer tranvía eléctrico, en Madrid, data del triste año de 1898 (aunque, en Bilbao, sin que suene a chiste, se implantó dos años antes). A Oviedo; mi ciudad, el primer recorrido no se produjo hasta el 2 de mayo de 1922, pero el estreno fue fatal: accidente con siete fallecidos. La tracción a sangre era peligrosa para quienes no estuvieran atentos y el tranvía eléctrico -que no ha desaparecido en muchas ciudades e incluso se ha reimplantado- incrementó los riesgos. De los ocupantes, como acabo de decir y de los viandantes. Si no, que se lo digan a Gaudí y a un tío abuelo mío, arrollado en La Habana.

Dando un salto en la cronología, actualmente tenemos poblaciones donde coexisten barrios con muchos siglos, calles más modernas y transitadas y urbanizaciones que, expresamente, ya contemplan la necesidad de carriles-bici segregados de los propios de los vehículos a motor. En este último caso, en el que se afanan los consistorios municipales en los nuevos planeamientos, no tiene que haber problema. El asunto es compatibilizar los coches y las bicis, cuyos ocupantes son, justamente, defendidos por las normas europeas, nacionales y locales, como personas vulnerables. Y para ello se prevén distancias, límites de velocidad, prohibiciones de circular por aceras o cruzar pedaleando pasos de peatones, prioridades y mil medidas más. Pero aún así hay numerosos siniestros. También es cierto -y todos tenemos experiencia- que hay previsiones desafortunadas o temerarias. Que el Código de la Circulación permita, en vías limitadas a 30 km/h y de un solo carril, que los ciclistas vayan en sentido contrario, o sea en dirección prohibida, rechina jurídicamente. El incremento del riesgo de colisión es brutal. Pero, como todo, es cuestión de seguir pensando y sugiriendo cambios, aunque la DGT, a veces, lanza propuestas estrafalarias.

Pero a las ciudades, desde hace poco más de una década, nos ha llegado el despliegue, muchas veces asociado a los repartos de vituallas y encargos, de los patinetes eléctricos. Los Ayuntamientos intentan perfeccionar la normativa estatal, varias veces matizada desde el Real Decreto 970/2020, de 10 de noviembre, pero la proliferación de estos medios de movilización personal es imparable y grande el riesgo de sus usuarios, normalmente muy jóvenes, y de los conductores de automóviles, que vamos temblando cada vez que por la derecha o la izquierda (está permitido) nos intenta rebasar un patinete.

Creo que queda muchísimo por planificar, regular y, en su caso, sancionar. Pero sirva como atenuante de tantas conductas poco edificantes como sufrimos, el excurso histórico con el que comienzan estas líneas. Ni bicicletas ni patinetes son responsables de la evolución del urbanismo. Ni tampoco de las imprevisiones o desatinos de las Administraciones responsables en la circulación.

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