El Estado, o por mejor decir las administraciones públicas que forman parte del mismo, se han convertido, en el imaginario colectivo patrio, como un ente omniprotector frente a todas las desgracias y contingencias que puedan acontecer a los ciudadanos. Cualquier cosa desagradable o dolorosa que a alguien le pueda pasar, tiene o debe tener, un culpable final, la administración. Y para más inri, difícil es saber a veces cuál es la administración competente para hacer lo que haya que hacer si es que hay que hacer algo.

Los Estados de Derecho occidentales se convirtieron hace tiempo en estados «totales» que se hacen responsables de cualquier cosa que vaya mal. Nuestra sociedad es tan sumamente intervencionista, y regula tan absolutamente todo, que —ya lo hemos dicho en otras ocasiones— hay normas para cualquier cosa. El Gobierno se mete en nuestras casas a saco. En vez de seguir el principio de que lo que no está prohibido se puede llevar a efecto, casi se sigue el principio opuesto: sólo se puede hacer algo si una norma lo permite. Y, desde luego, con un según, cuándo y dónde. Ni que decir tiene que el control va a más. Tras una espuria excusa, ya tenemos en marcha el euro digital, cuestión de la que apenas se habla, o lo que es lo mismo, a la larga, la administración va a saber absolutamente todo de nosotros y va a poder implementar medidas económicas que, si bien vemos lejos o improbables ahora, puede que lleguen. Si algo es posible, ocurrirá: por ejemplo, dotar de caducidad a determinados euros digitales de tal manera que si no se han gastado en el plazo equis que establezca del gobierno, queden sin valor sin más. Sería un modelo implantable si el monstruo de la UE o nuestro responsable gobierno quisieran incentivar el consumo o acentuar el ahorro. Este asunto -como indicamos- es algo que está pasando desapercibido, pero sin embargo será conveniente ser conscientes de lo que se nos viene encima mientras pacemos en esta sociedad adormecida y domesticada. Sería bueno abrir un debate sobre el tema.

Pero volviendo al asunto inicial, hay que decir que todos los ciudadanos debemos respetar las normas, es obvio, y son quienes están al servicio de la administración quienes tienen el especial celo en su aplicación. Pero ante el peligroso panorama de la exigencia de responsabilidades, todos se cubren las espaldas, no vaya a ser que a alguien se le ocurra revolver (como se dice en Aragón) y si pasa algo, revise hasta la última coma de un expediente: una información pública omitida, una notificación defectuosa, un informe que falta o incompleto, una abstención a tiempo, una actitud omisiva o extemporánea, quizás una pequeña baldosa que sobresale dos centímetros y provoca un tropiezo, quién sabe. Se pueden retorcer las cosas al límite, de tal modo que siempre se pueda encontrar un defecto, una omisión, una acción equivocada o una acción antijurídica por acción u omisión. ¿Se puede hacer bien el trabajo en un pequeño ayuntamiento aplicando estrictamente todas las normas? En mi opinión, la respuesta es no, por dos razones: es prácticamente imposible no errar el tiro cuando hay algunos asuntos especialmente complejos, puesto que al aplicador del derecho es difícil que no le quede con un asomo de duda sobre si está haciendo todo bien o no. En segundo lugar, el exceso de normas y la farragosidad de las mismas pueden llevar, y de hecho estoy convencido de que así es, a la parálisis. El temor a hacer las cosas mal, lleva a que algunas cosas, sin más, no se hagan. Un ejemplo desde mi punto de vista es el de la financiación europea: nadie es ajeno al hecho de las dificultades que entraña concurrir a una línea subvencional equis (en este mundo local tan mendicante), preparar y ejecutar la acción correspondiente y justificar el gasto. Y todo esto, acción y justificación, respetando los plazos (en numerosas ocasiones hay que recordar que quien convoca, por ejemplo, una diputación, no tiene en cuenta la imposibilidad fáctica de organizar un expediente de contratación y ejecución en el plazo que se da para ello en las bases). Se debe conocer la normativa europea, las normas del organismo público mediador (una diputación o el estado), la normativa sobre subvenciones, estatal y autonómica, la normativa sobre contratación pública y la normativa económico-presupuestaria. En un ayuntamiento pequeño como los de Aragón o Castilla y León, todo ese peso recae en un secretario que quizás atienda tres municipios, y que se las ve y se las desea para ser pulcro y hacer las cosas a tiempo, luchando no sólo para que se aplique la normativa sino, además, con la frecuente incomprensión del alcalde en muchas ocasiones, que entiende que el funcionario —maldita sea— no hace más que poner pegas. En muchas ocasiones he tenido que recomendar a algún alcalde que, ante la complejidad del panorama, exponga en su partido equis la necesidad de atemperar algunas normas. Jajajá qué cosas tienes, qué gracioso eres –me han contestado-.

Y es que partimos del hecho de que la opinión pública, dadas las permanentes noticias que se leen en prensa, cree que todo es putrefacto. Se parte del principio de la desconfianza, probablemente debido a casos de flagrante corrupción de personas ávidas de llenarse los bolsillos (o en algunas ocasiones las arcas del partido zeta) por el método rápido. La opinión pública aplica de inmediato el método inductivo o el todo por la parte. Si hay un político corrupto, casi todos lo serán. Y el gobierno (da igual el estatal que el autonómico), como respuesta, establece normas y más normas de control, sin darse cuenta, o quizás sí, de que, a mayor farragosidad legal y reglamentaria, más fácil es, pese a toda la buena voluntad que haya, resbalar siquiera sea culposamente. No nos damos cuenta de que el paradigma debería ser menos normas, más honradez y más confianza.

A este estado de cosas, se debe, en mi opinión, que no se sea capaz de ejecutar ese dineral de fondos llamados de una manera tan cursi next generation. Muchos de estos fondos siguen atascados y el nivel de ejecución es notoriamente bajo, se van a perder gran parte de ellos. Se puede comprobar fácilmente este aserto con búsquedas simples en la red. Y es que se deben cumplir las normas, en esto. “Europa”, es bastante seria y, a la muy complicada normativa contractual debemos sumar la muy complicada también normativa subvencional (europea, estatal, y autonómica y local). Entre una y otra, contratación y subvención, el resbalón del aplicador está casi asegurado, aunque sea éste Santo Tomás Moro. Y en el actual estado de cosas, muchas autoridades y funcionarios prefieren no hacer, que hacer algo y meter la pata.

Así que difícil panorama el que tenemos:

  1. La Administración es responsable de todo (responsabilidad objetiva).
  2. El sentimiento generalizado es que, puesto que hay una tendencia a la corrupción, hay que atar en corto a políticos y funcionarios.
  3. Esas ataduras conducen a un fárrago de normas que impide vislumbrar el objetivo.
  4. El conocimiento de la normativa es tan complicado que el miedo lleva a la parálisis, practicándose administración defensiva en vez de administración eficiente.

Sólo un cambio de mentalidad que ponga el acento en la confianza en las personas nos podría llevar a revertir esa situación de paraplejia. Aunque esto es una labor que llevará muchos años en este país de rinconetes. Solo con menos normas, confianza en las personas y juzgados muy ágiles que corrijan las desviaciones se podrá llevar a cambio un cambio de paradigma.

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