El principal valor de cualquier organización contemporánea reside en sus profesionales. Es obvio que también es el caso de la Administración. La fuerza de la profesionalidad y de la motivación de los empleados públicos es el auténtico motor de la gestión pública y son solo complementos la tecnología, los procesos o la organización. Por tanto, elementos conceptualmente difusos como la cultura organizativa (administrativa) y el clima laboral son ingredientes esenciales. En este sentido, he detectado durante los últimos años, en algunas administraciones, una cierta degradación o decadencia en estos dos vectores: un clima laboral crispado y una cultura administrativa que se va alejando de los valores públicos. Sería un análisis superficial e injusto acusar a los empleados públicos de estas dos perversas dinámicas y, por tanto, debemos analizar las causas profundas de esta negativa situación.

Hace 36 años que entré a trabajar en una Administración pública. Desde el primer momento detecté que alguna cosa no encajaba: el rendimiento y capacidad de innovación de esta administración (y de la mayoría de administraciones en aquellos tiempos) era muy elevada, pero, en cambio, su modelo institucional y de gestión era muy anticuado. La clave del éxito era sencilla de detectar: una enorme motivación e implicación de los empleados públicos que era capaz de superar todas las barreras organizativas y burocráticas. Mi primera impresión es que este modelo tan precario no era sostenible ya que la motivación de los empleados públicos se iría desgastando con el tiempo. De manera inevitable se alzaría triunfal la obsolescencia organizativa y nos conduciría hacia la mediocridad en la calidad de los servicios públicos y bloquearía los intentos de renovación o innovación.

Este vaticinio de un joven analista académico y empleado público no podía prever otros acontecimientos cruciales que desgastarían con todavía más ahínco la motivación y el clima laboral de los empleados públicos. Solo destaco dos: la renovación tecnológica por la vía de la digitalización de la Administración y la decadente cultura política que ha gobernado nuestras administraciones durante los últimos años.

Durante más de dos décadas los empleados públicos se han tenido que enfrentar al proceso de digitalización de la Administración. Se trataba de una transformación necesaria e inevitable. El esfuerzo que han realizado estos empleados públicos en reciclarse contantemente ha sido notable. El problema es que la implantación de la administración digital en la gestión pública no ha sido solo difícil sino, además, accidentada, improvisada y errática. Hasta cierto punto un proceso de cambio de estas características opera de manera inevitable con el precario mecanismo de aprendizaje vía prueba-error. Pero los errores en materia de digitalización en la Administración han sido (y siguen siendo) tan descomunales que resultan incomprensibles. La filósofa Remedios Zafra afirma que los ciudadanos sufren de tristeza burocrática al tenerse que enfrentar a los trámites administrativos digitales. Como ciudadano coincido con ella, pero como empleado público tengo que ponderar que el desgaste de los profesionales de la Administración ha sido muchísimo mayor que el que han experimentado los ciudadanos. De manera reiterada los empleados públicos nos hemos sentido como cobayas, que han experimentado improvisadamente con nosotros y hemos sido objeto de un reiterado maltrato laboral derivado de las estructurales deficiencias de la administración digital. En este sentido, los empleados públicos no solo sufrimos de tristeza burocrática sino de desesperación digital. Convivir más de dos décadas con esta tortura 2.0 ha generado un desgaste laboral y emocional evidente.

Por otro lado, la convivencia de los gestores públicos con la política siempre ha sido un tema delicado y proceloso. Son muy frecuentes los cambios de los distintos responsables políticos y cada uno de estos canjes exige un esfuerzo adicional de los empleados públicos: deben adaptarse al nuevo perfil profesional y personal del nuevo cargo; es inevitable tener que ayudarles en posicionarse ante nuevas materias y contextos institucionales, etc. Los empleados públicos viven un constante día de la marmota. Pero no hay nada que objetar ya que la dirección y cambio político es ineludible en la Administración. Pude ser cansado y desgastante, pero forma parte de la profesión. En cambio, lo que no es razonable es que los empleados públicos tengan que convivir de manera tan reiterada con unos nefastos perfiles políticos. Nuevos líderes que desprecian todo lo realizado por sus antecesores sin darse cuenta que con esta actitud degradan todo el trabajo realizado anteriormente por los gestores profesionales. Cargos políticos que parecen ungidos por el don de la infalibilidad y se atreven a tomar decisiones absolutamente frívolas que, de manera inevitable, degeneran en enormes y previsibles fracasos. Directivos políticos que muestran un absoluto desprecio por el conocimiento profesional y por las reglas del juego institucional y administrativo y que cuando los empleados públicos intentan avisarlos son acusados de anticuados, obstruccionistas y holgazanes.

Es, por tanto, desgraciadamente inevitable que los empleados públicos que han estado expuestos durante un tiempo tan prolongado a gestionar en el contexto de un modelo organizativo obsoleto y que, además, han estado expuestos a un sangrante proceso de transformación digital y a una indignante convivencia con cargos políticos incompetentes muestren síntomas de desgaste emocional, falta de motivación y estén sumidos en un estado de crispación laboral. Lo sorprendente es que hayan resistido tanto tiempo hasta caer en brazos de la abulia administrativa y lo extraordinario es que un significativo porcentaje todavía siga aguantando.   

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