Existe en el acervo administrativo una animadversión hacia las unidades de apoyo político: mayoritariamente gabinetes de asesoramiento y comunicación política, de protocolo y funciones de secretaria personal hacia altos cargos políticos de carácter ejecutivo. Puede considerarse que estas reticencias son injustificadas ya que los altos cargos políticos en la Administración reclaman objetivamente un tipo de apoyo específico que no le puede proporcionar la estructura profesional. Los altos cargos políticos suelen desconocer la complejidad de las instituciones públicas y se enfrentan a unos expertos profesionales que se mueven con fluidez en la selva institucional y que poseen su propia agenda derivada de sus convicciones tecnocráticas e ideológicas. Es lógico que los cargos tecnocráticos intenten imponer sus agendas al nivel político y que, además, manifiesten dinámicas de resistencia al cambio para intentar no salir de su espacio de confort. Por tanto, no parece inadecuado empoderar a los altos cargos políticos, que son los que poseen legitimidad democrática, para que puedan gobernar con mayor solvencia la complejidad institucional. En estos momentos en que las administraciones se enfrentan a un entorno turbulento y tiene que hacer frente a retos sorprendentes e inéditos no solo hace falta más inteligencia administrativa sino también una mayor inteligencia política. La presencia de una dimensión política en la Administración pública es imprescindible y necesaria en unas dosis adecuadas para evitar caer en la deriva de un perverso gobierno tecnocrático. La novedad en esta dimensión reside en dos factores: por una parte, que las unidades de apoyo político tengan suficientes capacidades profesionales y estratégicas para poder desarrollar con solidez su función de asesoramiento político. En muchas de nuestras realidades administrativas no es así ya que los puestos de asesores políticos (personal eventual) suelen estar reservados a cuadros junior de los partidos políticos que carecen de la experiencia suficiente para poder ejercer su función estratégica. Siempre me ha resultado sorprendente que cuando he visitado a algún alto cargo político, éste me reciba con dos o tres jóvenes presentados como asesores. Eventuales que se limitan durante la reunión a tomar apuntes y nunca participan con su opinión. Se comportan, en el mejor de los casos, como secretarios y, en el peor, como becarios aprendices.  Un puesto de asesor es justo el contrario que un perfil de aprendiz político e institucional: se trata de un perfil profesional con alta experiencia administrativa y/o política (senior). Por otra parte, otro problema típico es que los asesores no se limitan a asesorar a su alto cargo político, sino que suelen involucrarse en la gestión del día a día coordinando determinados proyectos, dirigiendo a algunos empleados públicos. Se trata de unas prácticas y cometidos en las que los asesores (personal eventual) carecen de las competencias profesionales necesarias y, por tanto, no poseen legitimidad administrativa para ello. Los asesores políticos no deberían gestionar directamente proyectos ni dirigir a empleados públicos. Sus funciones están adscritas o unidades staff de apoyo sin funciones ejecutivas. Deberían limitarse a elaborar informes y dar consejos a su cargo político de referencia y que éste se encargara de las funciones ejecutivas y de definir las tareas a los empleados públicos.

Estas dos problemáticas están entrelazadas: unos asesores sin capacidades reales de asesoramiento político de carácter estratégico no pueden evitar inmiscuirse y entretenerse en la gestión ordinaria con el resultado de que no aportan valor político, enredan el tejido administrativo y desconciertan y crispan a los profesionales de la función pública. En definitiva, consideramos que la asesoría política es un ingrediente importante para reforzar la inteligencia política en la Administración pública y que contribuye a reforzar su visión estratégica, pero para ello es imprescindible que los asesores dispongan de las competencias adecuadas y estén retribuidos en consecuencia. En este sentido, en relación a los eventuales asesores políticos habría que priorizar más la calidad que la cantidad: menos asesores, pero mucho más potentes y con perfiles más adecuados.

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