Ahora que el estoicismo está tan de moda vale la pena recordar una de esas frases que sobreviven a los siglos como si hubieran sido escritas ayer. Me refiero al célebre «Solvitur ambulando», que podríamos traducir como «se resuelve caminando». Diógenes el Cínico lo soltó con sorna ante quienes debatían si el movimiento era posible o no, y su forma de zanjar la cuestión fue levantarse y andar unos pasos. Una respuesta tan simple como demoledora: menos palabrería, más acción. Esa misma actitud, trasladada al terreno de la gestión pública, bien podría convertirse en el lema de una Administración que se toma en serio la innovación.

Porque lo cierto es que hablamos demasiado de innovación.

Elaboramos planes estratégicos con títulos rimbombantes, redactamos documentos de cien páginas llenos de diagnósticos impecables, dibujamos mapas de actores, diseñamos hojas de ruta.

Todo impecablemente justificado y perfectamente alineado con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, el marco europeo de competencias o el enésimo plan estatal.

Sin embargo, en demasiadas ocasiones todo ese despliegue de teoría no se traduce en transformaciones tangibles para la ciudadanía. La innovación se queda en el papel, en el power point o en el discurso institucional, cuando lo que realmente necesitamos es ponerla en marcha, aunque sea con pasos pequeños, torpes e imperfectos.

En esto, los estoicos tenían razón: lo esencial no es lo que decimos sino lo que hacemos. La virtud, decía Epicteto, no se declama; se practica. Y lo mismo ocurre con la innovación pública. Podemos escribir páginas y páginas sobre impacto social, sostenibilidad o escalabilidad, pero si no nos atrevemos a experimentar con un proyecto piloto en un ayuntamiento, a testar un prototipo de servicio digital con los usuarios reales o a ensayar un nuevo mecanismo de participación ciudadana en una comarca concreta, todo quedará en declaraciones de intenciones. La teoría nos protege, pero también nos paraliza. Nos encanta discutir sobre qué modelo de gobernanza es más adecuado, pero nos cuesta mucho más salir a la calle, preguntar al vecino y ajustar sobre la marcha.

La paradoja es que la propia naturaleza de la innovación reclama acción y contacto con la realidad. Es imposible innovar sin exponerse al error, sin iterar, sin probar y corregir. En cambio, en la administración tenemos una especie de alergia cultural al fracaso. Preferimos un plan brillante que nunca se ejecuta a un prototipo modesto que funciona a medias pero nos permite aprender. Y así nos enredamos en conceptualizaciones infinitas, en consultas interminables, en comisiones que nunca terminan de tomar decisiones. Todo en nombre de la prudencia, cuando en realidad lo que hacemos es aplazar indefinidamente la posibilidad de cambio.

Si de verdad nos creemos eso del impacto social, empecemos por intervenir en un barrio concreto y medir qué cambia en la vida de las personas. Si queremos hablar de escalabilidad, antes probemos si la idea funciona a pequeña escala. La sostenibilidad no se demuestra en un documento de trabajo, sino en proyectos que perduran y se integran en el día a día de las instituciones. Y la colaboración no se decreta desde un reglamento, sino que se construye paso a paso, compartiendo riesgos y aprendizajes con otros actores. Todas estas dimensiones de la innovación pública no necesitan más teoría, sino más caminatas, más ensayo, más piel en el terreno.

No se trata de despreciar el valor del pensamiento, ni mucho menos. La reflexión estratégica es imprescindible, como lo es el marco jurídico y la planificación. Pero hemos convertido esa parte en un fin en sí mismo, cuando debería ser un punto de partida. A menudo da la impresión de que innovamos más en la retórica que en la práctica. De que nuestras presentaciones y discursos ya son suficientemente disruptivos como para justificar que el cambio está en marcha. Y sin embargo, la ciudadanía sigue esperando servicios más ágiles, procesos más transparentes, instituciones más abiertas y menos obsesionadas con su propia autocomplacencia.

Hay quien dice que caminar es la mejor forma de pensar. Kierkegaard afirmaba que sus mejores ideas le habían surgido en largas caminatas por Copenhague. Los romanos lo sabían también: se resolvía andando, porque al caminar no solo se avanza físicamente, también se desbloquea la mente. Quizá deberíamos importar esta máxima a nuestra forma de trabajar en lo público. Menos sesiones maratonianas de planificación estratégica y más paseos prácticos por los problemas reales de nuestros territorios. Menos comisiones que repiten diagnósticos ya sabidos y más proyectos piloto, aunque incompletos. Porque al final, la innovación no se predica, se practica.

Algunos dirán que esto suena a voluntarismo, que sin marcos sólidos las iniciativas se diluyen. Puede ser. Pero lo contrario es igualmente cierto: sin acción concreta, los marcos se convierten en papel mojado. Entre el riesgo de hacer demasiado pronto y el riesgo de no hacer nunca, conviene elegir lo primero. Los estoicos lo llamaban vivir conforme a la naturaleza; nosotros podríamos llamarlo hacer que las cosas pasen.

Al fin y al cabo, lo que legitima la innovación pública no es la elocuencia con que la presentamos, sino la huella que deja en la vida de la gente. Y esa huella solo aparece cuando salimos del despacho y nos ponemos a caminar. Así que quizás sea el momento de tomarnos en serio aquella vieja sentencia, recordando que no todos los problemas necesitan una comisión, una estrategia o una normativa para resolverse. A veces basta con dar el primer paso y confiar en que el camino nos irá mostrando las respuestas.

En definitiva, la innovación en lo público no se decreta, no se compra ni se escribe en un documento. Se construye andando, tropezando, rectificando y avanzando. Se construye con hechos. Como diría Diógenes, «Solvitur ambulando».

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