Cuarenta aniversario de la aprobación de la legislación básica de Régimen local. Alguna vez he contado su génesis, pero el recordatorio no sobra para conformar con él la pequeña historia de nuestro derecho administrativo. Tomás de la Quadra dirigía el ministerio de Administración Territorial (luego «para las Administraciones públicas»). En mi condición de secretario general técnico sugerí al ministro conformar un pequeño grupo de trabajo que fuera elaborando las líneas maestras de la necesaria reforma del régimen jurídico de las Administraciones locales, habida cuenta de que la legislación vigente era la aprobada en los años cincuenta del siglo XX, es decir, en plena Dictadura. La acomodación de la misma a los imperativos de la Constitución, con sus cambios sustanciales, era inesquivable.

El ministro dio vía libre a la iniciativa y se conformó un equipo con Luciano Parejo, a la sazón director del Instituto de Estudios de Administración local y yo mismo, más algunos altos cargos del ministerio y unos expertos ajenos, entre los que preciso es recordar a Miguel Sánchez Morón, también, como nosotros, catedrático de derecho administrativo.

Manos a la obra, y ultimado un primer borrador, tras sesiones enjundiosas de análisis del mismo, dirigidas por Tomás de la Quadra, se colocó a nuestro trabajo en el índice del Consejo de Ministros. Pasar la barrera de la Comisión de subsecretarios y secretarios de Estado no fue fácil porque el texto contenía originalidades de arquitectura del sistema que no eran fáciles de asimilar. Recuerdo que el ministro me envió a una sesión de esa comisión de subsecretarios acompañando a quien lo era del ministerio (un economista: Andrés de la Riva) para explicar las novedades. Creo que las sesiones de la Comisión de subsecretarios las presidía entonces Alfonso Guerra. Obtenido el placet de la misma, el texto pasó al Consejo de ministros, donde no hubo mayor problema porque Tomás de la Quadra lo defendió con pericia técnica y habilidad política.

El Gobierno contaba con una cómoda mayoría parlamentaria, 202 diputados, de manera que, aunque hubo negociaciones con los grupos de oposición, la ley fue al cabo aprobada como ley 7/1985 de 2 de abril.

Desde entonces han pasado muchas madrugadas y las sombras de un puñado de años. 

Una parte central de la ley era la referida al personal al servicio de las Administraciones locales. Éramos muy conscientes de que su regulación había sido caballo de batalla desde el principio del siglo XX, con Antonio Maura en la cabecera del banco azul y luego con las reformas alumbradas por los Estatutos de Calvo Sotelo durante la Dictadura del general Primo de Rivera. Sin olvidar, las páginas escritas por todos los regeneracionistas con Adolfo Posada a la cabeza (me he ocupado de todo ello en mi libro «Juristas en la Segunda República», Marcial Pons, 2009).

De lo que se trataba era de preservar la neutralidad de los funcionarios más relevantes de Ayuntamientos y Diputaciones, sabedores de que a la dependencia de los políticos de esos funcionarios se debían muchas corrupciones y corruptelas del pasado, entre ellas las afectantes al ejercicio desparramado del caciquismo y al falseamiento electoral, endémicos durante toda la Restauración.

Y así salvamos a los «Cuerpos» de secretarios, interventores y depositarios, llamados «nacionales» en la ley republicana de 1935. Y los salvamos dándoles otro nombre «funcionarios con habilitación de carácter nacional».

Desde entonces, sin embargo, se han producido modificaciones que han desfigurado sustancialmente el sistema.

La primera se produjo con la ley 10/1993 de 21 de abril que permitió cubrir por «libre designación» los puestos de trabajo reservados a los habilitados nacionales en las diputaciones provinciales, cabildos y consejos insulares,  así como en los municipios capitales de comunidad autónoma o de provincia o con población superior a cien mil habitantes. Las bases de la convocatoria se aprobarían por los Plenos de las corporaciones.

Primera estocada al sistema que ha hecho mucho daño y que incomprensiblemente fue avalada por el Tribunal Constitucional (sentencia 235/2000 de 5 de octubre), a pesar de que los magistrados afirmaron que se debilitaba la garantía de la imparcialidad.

La segunda tiene sus orígenes en el Decreto legislativo 2/1994 de 25 de  junio que confirió a las Comunidades autónomas la competencia para fijar el 10% de los méritos consignados en los baremos, así como la inclusión del conocimiento de la lengua cooficial donde la hubiere.

Abierta esta puerta, viene la disposición adicional segunda del Estatuto Básico del Empleado Público (ley 7/2007 de 12 de abril), fruto de pactos políticos con los nacionalistas. Se cambia la denominación «nacional» por «estatal» pero sobre todo se atribuye a las comunidades autónomas la competencia para crear, clasificar y suprimir los puestos de trabajos reservados a los «habilitados», la competencia de aprobación de la oferta de empleo público para cubrir las vacantes y la competencia para la selección dejando en manos del Estado los programas míninos de las oposiciones y la supervivencia de un registro.

La ley 27/2013 de 27 de diciembre derogó esa disposición adicional segunda y creó un nuevo artículo 92 bis de la ley básica (el desarrollo se produjo por el Decreto 128/2018 de 16 de marzo). Se recupera el adjetivo «nacional» y se vuelve a reservar al Estado algunas competencias perdidas.

Pero la estocada más importante se registra en el Decreto-ley 6/2023 de 16 de diciembre y la disposición final séptima de la ley orgánica 1/2025 de 2 de enero, a cuyo tenor en el País Vasco todas las competencas que ostentaba el Estado  serán asumidas por dicha Comunidad Autónoma. Una fórmula desmanteladora del sistema que se ha pactado para trasladar a Cataluña (mayo de 2025).

Y ello invocando la existencia de «derechos históricos» que nadie sabe dónde se hallan (¿el Liber iudiciorum, las Partidas, la Novísima Recopilación …?) y que son previos a la Constitución misma.

Todo permite concluir que lo que he llamado la «fórmula desmanteladora del sistema» se extenderá al resto de las Comunidades autónomas más pronto que tarde.

Si esto es así, ¿habremos vuelto a principios del siglo XX cuando las cercanías locales impedían garantizar la independencia y neutralidad de estos funcionarios?

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