Tengo la impresión de que la colaboración público-privada está siendo cuestionada desde diversos frentes, llegando incluso a señalarla como responsable de la corrupción, de la insuficiente calidad asistencial y de otros males asociados al sistema.

No es posible dar respuesta a todas las necesidades sanitarias de la ciudadanía confiando únicamente en medios propios; el sistema necesita recurrir a fórmulas de gestión indirecta para complementar su capacidad.  Externalizar no es sinónimo de mala gestión, sino una herramienta que, bien diseñada y controlada, puede contribuir a garantizar cobertura, eficiencia y calidad. Pensar en una «remunicipalización» total de los servicios sanitarios resulta poco realista en el contexto actual, donde ni los recursos, ni las estructuras, ni la capacidad operativa del sector público están preparados para asumirlo íntegramente.

Últimamente, el foco del debate se ha reavivado tras lo sucedido con el Hospital Universitario de Torrejón de Ardoz, gestionado por una empresa privada.

De acuerdo con la información publicada en la página web del Hospital Universitario de Torrejón, la prestación de los servicios médicos del hospital se externalizó mediante un contrato de gestión de servicio público, modalidad de concesión, con una duración de 30 años. El objeto del contrato consiste en la prestación del servicio público de atención sanitaria especializada, correspondiente a la población protegida de los municipios de Torrejón de Ardoz, Ajalvir, Daganzo de Arriba, Ribatejada y Fresno del Torote, que se ejecutará a riesgo y ventura de la entidad adjudicataria, a partir del 1 de enero de 2011.

En el contrato de concesión se establece la modalidad de pago capitativo, es decir, una remuneración basada en una cuota anual por persona asignada al servicio, y no por acto o servicio prestado. El importe se calcula estimando el coste real del servicio (equipamiento, mantenimiento, suministros, recursos humanos, etc.) más gastos generales y beneficio industrial, dividido entre la población cubierta (tarjetas sanitarias individuales). El resultado es la prima per cápita (persona/año), correspondiente a la prestación de asistencia sanitaria, que sirve como precio ofertado por los licitadores.

Este modelo, ampliamente usado en sanidad, presenta ventajas y riesgos. Permite a la Administración prever el gasto y transferir al contratista el riesgo de sobreutilización, pero también puede incentivar la reducción de costes sin vinculación directa con la actividad realizada. Al asegurar ingresos fijos, el proveedor puede incrementar beneficios reduciendo gasto, lo que requiere mecanismos de control y evaluación mediante indicadores cualitativos y de calidad asistencial para evitar que los recortes afecten al servicio.

Si la información difundida por los medios es correcta, en este caso los mecanismos de control parecen no haber funcionado adecuadamente. Como sucede a menudo, el problema no reside tanto en el modelo en sí como en la falta de supervisión en su ejecución, una asignatura aún pendiente en España. No obstante, la consejera de Sanidad de la Comunidad de Madrid ha afirmado que en sus hospitales se realiza un control y auditoría continuos y que, tras 40 auditorías realizadas, no se habían detectado indicios de irregularidades hasta el momento.

Sin embargo, la respuesta a esta situación inadmisible no parece orientarse hacia la revisión de los pliegos, la elección adecuada del modelo de concesión a riesgo y ventura —especialmente cuando en la práctica no existe un verdadero traslado de riesgo— ni al refuerzo de los mecanismos y medios de control de la ejecución contractual. En su lugar, la reacción dominante parece centrarse en demonizar la colaboración público-privada, desviando el foco del problema real.

La Administración necesita apoyarse en el sector privado para poder satisfacer de forma eficaz muchas de sus necesidades y garantizar la prestación de servicios esenciales. Instrumentos como los contratos, las concesiones o los convenios singulares de vinculación, utilizados en el ámbito sanitario desde el año 1986, forman parte del sistema jurídico y de gestión pública, y no son mecanismos de los que se pueda prescindir sin más. Por ello, es importante no confundir a la ciudadanía: la colaboración público-privada no es, en sí misma, el problema, sino una herramienta útil que exige regulación adecuada, controles efectivos y una gestión responsable.

Entre las herramientas de gestión disponibles se encuentran los contratos públicos —incluidas las concesiones—, así como los conciertos, convenios de colaboración y los convenios singulares de vinculación. Todos ellos son, en esencia, acuerdos de voluntades entre dos o más partes para generar o transferir obligaciones y derechos. Conceptualmente pueden asimilarse a contratos, y su régimen jurídico variará según la modalidad empleada: quedaron sujetos a la Ley de Contratos del Sector Público cuando se trate de contratos de servicios o concesiones, como es el caso de Torrejón; a la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, cuando adopten la forma de convenios de colaboración; o a la normativa sectorial específica, como la Ley 14/1986, General de Sanidad, que regula los convenios singulares de vinculación mediante los cuales determinados hospitales privados pueden integrarse funcionalmente en el Sistema Nacional de Salud.

La Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, estableció, en el ámbito del Sistema Nacional de Salud admitió la vinculación de los hospitales generales de carácter privado, mediante convenios singulares y conciertos para la prestación de servicios sanitarios con medios ajenos, dando la prioridad a los establecimientos, centros y servicios sin carácter lucrativo.

Posteriormente, el Real Decreto-ley 10/1996, de 17 de junio, sobre habilitación de nuevas formas de gestión del INSALUD, abrió el camino a nuevas posibilidades organizativas en el ámbito sanitario, fundamentadas en la universalización de la asistencia mediante financiación pública y en la equidad en el acceso para todos los ciudadanos. En el Sistema Nacional de Salud, la gestión y administración de centros, servicios y establecimientos sanitarios puede realizarse directamente por la Administración o indirectamente a través de entidades admitidas en derecho, creadas por personas o entidades públicas o privadas, así como mediante consorcios, fundaciones u otros entes con personalidad jurídica propia. Asimismo, se permite articular la prestación mediante acuerdos, convenios o fórmulas de gestión integrada o compartida.

Todos estos mecanismos de colaboración público-privada son plenamente legales, legítimos y válidos en nuestro ordenamiento, y no existe razón para plantear su eliminación indiscriminada.

Leo en prensa que la ministra de Sanidad ha anunciado una nueva norma, denominada Ley de Gestión Pública y de Integridad del Sistema Nacional de Salud, que derogará el régimen jurídico vigente. En palabras de la ministra «la nueva norma blindará la sanidad pública frente a los fondos de inversión, pondrá coto al ánimo de lucro y la depredación constante. No se permitirá el modelo de Torrejón, si bien la norma no prohíbe que haya una colaboración público-privada».

Si se pretende evitar que se repitan situaciones como la del Hospital de Torrejón, es suficiente con diseñar un nuevo modelo contractual que no reproduzca los mismos errores. La concesión de servicios exige necesariamente un traslado real de riesgo al contratista, y combinarla con un pago capitativo puede resultar especialmente delicado, ya que el proveedor tiene incentivos para incrementar beneficios mediante la reducción de costes. En lugar de descartar la colaboración público-privada, exploremos fórmulas alternativas mejor estructuradas y con mayores garantías.

Existe una tensión evidente entre la necesidad de garantizar calidad, seguridad y acceso universal —exigencia legítima de los ciudadanos— y el principio de libre concurrencia que protege a cualquier operador económico en el mercado. Pretender limitar la colaboración exclusivamente a entidades sin ánimo de lucro es irreal; la iniciativa privada mercantil resulta imprescindible para asegurar la prestación de determinados servicios. La Administración competente deberá justificar y delimitar con precisión qué servicios pueden considerarse, con carácter excepcional, servicios de interés económico general, susceptibles de ser gestionados por entidades privadas con ánimo de lucro.

La Constitución Española, en su artículo 38, reconoce la libertad de empresa, y resulta evidente que dicha libertad se ejerce, por naturaleza, con ánimo de lucro. Como recuerda el TSJ del País Vasco en su Sentencia 333/2024, relativa al recurso contra el Decreto 16/2023 que regula el sistema de acción concertada en servicios sociales, no puede perderse de vista que, si se decide colaborar con entidades lucrativas, deben asumirse todas las consecuencias propias de su naturaleza jurídica, entre ellas su sujeción a las reglas del mercado y la economía competitiva.

Desconozco aún el contenido del Real Decreto-ley que el Consejo de Ministros prevé aprobar en breve, pero intuyo que difícilmente ofrecerá la solución de fondo que exige este problema, pues la cuestión va mucho más allá de una mera reforma normativa. No basta con modificar la ley: se necesitan mecanismos efectivos de control, supervisión, evaluación de calidad, transparencia y rendición de cuentas, junto con una reflexión seria sobre el modelo de gestión y los incentivos que lo sustentan. Sin abordar estas dimensiones estructurales, cualquier reforma legal corre el riesgo de ser insuficiente y limitarse a un cambio formal sin impacto real en la práctica asistencial.

A ello se suma que, con frecuencia, el debate queda atrapado en luchas partidistas, donde cada actor político interpreta la realidad según su interés. En medio de este ruido, la pregunta clave es otra: cuál es la verdad y qué solución garantiza efectivamente el bienestar de los pacientes y la sostenibilidad del sistema sanitario.

Los sanitarios, este colectivo de profesionales, que se dejó la piel para protegernos durante la pandemia, merece mucho más que una confrontación estéril, alimentada por posiciones enfrentadas y discursos políticos interesados, donde cada parte intenta arrimar el ascua a su sardina.

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