Los últimos meses nos han traído ecos de actuaciones públicas ultimando acuerdos de extinción de concesiones. Han coincidido en el tiempo, a pesar de acontecer en diversas localidades de España y afectar a distintos bienes: centrales hidroeléctricas, viviendas en el entorno de reservas naturales, instalaciones en la costa… Concesiones que proceden del siglo pasado. Los titulares las han explotado o disfrutado a lo largo de varias décadas y, vencidos los plazos, desaparecen sus derechos sobre las mismas y han de abandonarlas. Tal caducidad originará, en algún caso, la limpieza y restauración del entorno con el fin de devolverlo a algo similar al estado anterior a la realización de esas obras que levantaron las instalaciones necesarias. Pero, en la mayoría de las situaciones, las construcciones y edificaciones vinculadas a la concesión no se destruyen, bien por las dificultades de esas labores, bien por el interés que encierran, y revierten a la Administración de manera gratuita y libre de cargas, como establecen, por ejemplo, la legislación de patrimonio o de protección del dominio público hidráulico, y concretan, por su parte, los títulos concesionales.
No obstante tales previsiones, esa adquisición por la Administración se discute. Y ello a pesar de que la normativa se asienta en la sólida tradición jurídica sobre la protección de los bienes demaniales, el régimen de la accesión, así como del equitativo equilibrio que consigue, por un lado, facilitar una explotación singular que beneficia durante años al concesionario y, por otro, incrementar los bienes del conjunto de la sociedad.
Muestra de tal polémica es la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea del pasado 11 de julio (c-598/22). Respondió a la cuestión prejudicial suscitada por el Consejo de Estado italiano sobre si contradecía el Tratado de la Unión el precepto del Código de la navegación que establece la reversión al Estado, sin compensación o reembolso alguno, de aquellas obras no desmontables construidas en la zona de dominio público. En concreto, como sostenía la recurrente, si afectaba a las libertades de establecimiento y libre prestación de servicios.
El conflicto surgió porque la Sociedad de balnearios había disfrutado de una concesión turística en las playas de Rosignano Marítimo (en la Toscana) desde 1928. Para acondicionar la explotación, la empresa había ido levantando diversas construcciones (datan de 1958, 1964 o 1995). Cuando la Administración extingue la concesión, declara de difícil demolición esas instalaciones y, en consecuencia, como bienes accesorios del dominio público, revierten al Estado de manera automática.
Impugnó la sociedad ante los Tribunales italianos tal consecuencia, invocando que la legislación italiana contravenía el artículo 49 del Tratado de la Unión que prohíbe las restricciones a la libertad de establecimiento. Según argumentó, esa medida constituía un obstáculo a su ejercicio, desincentivaba a los empresarios, indirectamente se les disuadía al hacer menos interesantes tales concesiones si las instalaciones revertirían luego al Estado de manera gratuita, sin compensación.
En el proceso contencioso ante el Consejo de Estado, se elevó la cuestión prejudicial al Tribunal de Luxemburgo y este respondió que la regulación del Código italiano de la Navegación no conculca el Tratado de la Unión.
Y es que, calificaríamos de imprudente al empresario que, cuando concurre a una convocatoria para conseguir una concesión, no considerara las obras a realizar, aquellas necesarias o convenientes para la explotación de la concesión y que no podrá luego retirar ni reutilizar al no ser desmontables. Del mismo modo que resultaría una irresponsabilidad no calcular las inversiones y su amortización con los beneficios del disfrute.
Pero, sobre todo, la solución contraria, esto es, admitir que los antiguos concesionarios mantengan algún título sobre las instalaciones, avanzaría hacia una reducción, hacia un progresivo empequeñecimiento del dominio público, algo que rompe la lógica del interés común.
El demanio es un patrimonio común y aquello que lo incremente o enriquezca ha de beneficiar igualmente a la comunidad. Una elemental lección que ha de recordarse en estos tiempos que albergan tendencias proclives al arrinconamiento de principios remotos y venerables.