El pasado 7 de enero la Generalitat de Cataluña emitió una instrucción argumentada en la que se suprimía el teletrabajo para sus directivos públicos políticos y profesionales (altos cargos y subdirecciones generales). Como es obvio los altos cargos mantuvieron un discreto silencio y se desconoce su opinión. En cambio, los subdirectores generales fueron muy críticos con esta medida y lanzaron un comunicado con argumentos en contra. Tanto la instrucción institucional como el comunicado corporativo (avalado por cerca de la mitad de los efectivos afectados) poseen argumentos sólidos lo que demuestra que es un tema proceloso que abraza múltiples interpretaciones a nivel conceptual e incluso demagógico. La polémica alcanzó a los medios de comunicación y se generaron todo tipo de posiciones y argumentos: algunas robustas emitidos por expertos en gestión y materia laboral y otras lamentables auspiciadas por burófobos que atacan sistemáticamente a todo lo público y, con especial saña, a los empleados públicos. Por tanto, la cuestión tiene su complejidad y habría que analizarla con menos pasión y más objetividad. Veamos algunos argumentos.

En primer lugar, dejar claro que hablamos de la conveniencia o no del teletrabajo en los directivos públicos y no en los empleados de base y cargos intermedios.

  1. Los directivos públicos deben ejercer múltiples funciones muy delicadas: a) liderazgo de sus respectivos equipos (líderes inspiradores); b) relacionarse con sus superiores políticos y ejercer la labor de traductores de estrategias políticas a dinámicas operativas (líderes bisagra); c) coordinarse con sus iguales en el marco de sus departamentos, otros departamentos y, en especial, con las unidades transversales (recursos humanos, gestión económica, gabinete jurídico, unidad tecnológica, igualdad, etc.) (lideres relacionales); d) relacionarse con lo actores socioeconómicos que conforman el complejo entorno público (empresas proveedoras, regulados, asociaciones, etc.) (líderes institucionales). Todas estas funciones reclaman elevadas dosis de presencialidad. En estas interacciones la negociación y una buena gestión del conflicto son críticos y en ellas la comunicación no verbal y las intersecciones informales son imprescindibles. Hay problemas que es imposible resolver por pantalla, teléfono y, mucho menos, mediante escritos por los distintos canales tecnológicos. Por tanto, las competencias relacionales de los directivos públicos deberían canalizarse prioritariamente de manera presencial.
  2.  Desde mi punto de vista es un argumento incorrecto considerar que la presencialidad es un modelo del siglo pasado y el trabajo híbrido un ingrediente ineludible de la modernidad organizativa. De hecho, podría considerarse justo lo contrario: el trabajo colaborativo y la innovación exigen, ahora más que nunca, presencia física. También es necesaria la presencialidad para atender en buenas condiciones a los ciudadanos y a los actores socioeconómicos que requieren intervenciones extramuros de los procesos administrativos ordinarios. La atención de los retos sobrevenidos, sorprendentes e inéditos (desde la Dana de Valencia hasta los incendios de California) exigen un tipo de interacción directa y presencial. No hay que olvidar que las empresas más dinámicas, que ahora lideran la economía mundial, están abjurando del teletrabajo y, en especial, entre sus directivos.
  3. El teletrabajo en el ámbito público opera en un contexto radicalmente distinto al del sector privado. La combinación de teletrabajo con días de asuntos propios, con flexibilidad y reducción horaria (medias para la conciliación) representa una madeja laboral muy difícil de digerir. Además, los directivos suelen desplazarse fuera de la oficina y viajar por motivos vinculados a su cargo. Hay empleados públicos que tienen serias dificultades para encontrar un momento para consultar a sus superiores. 
  4. Otro argumento, algo superficial, es que carece de sentido la presencialidad de los directivos públicos cuando sus empleados están teletrabajando (por ejemplo, los viernes y, parcialmente, los lunes). Algunos critican: estoy en la oficina y no hay ni un solo empleado con el que interaccionar y, por tanto, yo podría estar en otro lugar. Esto más que un problema es una gran oportunidad para ejercer la función directiva: unos días a la semana para interaccionar con sus superiores y con otros directivos sin caer en distracciones. La calidad de la estrategia y de las decisiones depende, paragógicamente, de la presencialidad en oficinas vacías.
  5. Los puntos anteriores son tan evidentes que en la práctica buena parte de subdirectores generales afectados reconocen que a pesar de tener dos días de teletrabajo a la semana solo utilizaban uno e incluso solo uno cada quince días. En este sentido, habría que analizar la calidad del trabajo de aquellos directivos que de manera sistemática han practicado dos días de trabajo a la semana. O no son realmente directivos (caso de los asimilados) o si lo son no ejercen como tales o poseen ingredientes mágicos (que de todo hay en la viña del señor).
  6. También suele argumentarse, con toda la razón, que el talento joven prioriza unas buenas condiciones laborales (entre ellas se incluye la posibilidad del teletrabajo) a las tablas retributivas. Esto es cierto, pero sin exagerar: ni son todos los que tienen esta escala de valores y, en todo caso, saben distinguir perfectamente que una cosa es ser un profesional que puede ejercer a distancia y otra cosa es un directivo con responsabilidades institucionales.
  7. La naturaleza del trabajo directivo tiene nula complicidad con prohibiciones y restricciones ya que requiere flexibilidad. Por ejemplo, no debería ser observado negativamente que un directivo decidiera ausentarse de su puesto de trabajo físico para tener tiempo para pensar y elaborar una estrategia o un informe complejo. Si esta actividad la puede ejercer mejor en su casa o en otro espacio no debería ser un problema. 
  8. El teletrabajo no puede considerarse como un derecho sino como un instrumento de flexibilidad en manos de los que dirigen la organización. Si éstos, por la razón que fuera, no lo consideran apropiado hay que aceptarlo, aunque sea a regañadientes. Donde hay patrón no manda marinero.

Es totalmente legítimo discrepar de la supresión del teletrabajo y de la manera como se ha comunicado. Es, por tanto, sensato mostrar a nivel interno este desacuerdo e intentar revertirlo, aunque sea parcialmente. Pero, en cambio, es muy delicado mostrar esta discrepancia de manera pública ya que contribuye, desgraciadamente, al desprestigio de la Administración. Este tipo de desacuerdos laborales es usual que escalen fuera de las instituciones de la mano de los sindicatos, pero lo que es excepcional es que hagan de altavoz discrepante un colectivo de empleados públicos con las más altas responsabilidades institucionales y que de sus acciones depende, en gran parte, el prestigio de las administraciones públicas. Se supone que los directivos públicos deben estar totalmente identificados con su institución y con sus valores. Jamás un directivo público debería encolerizarse públicamente con su propia Administración por más disgustado que se sienta. Si considera que la medida es insoportable la mejor opción es presentar la dimisión.       

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