Cuando se plantea la reforma de una Administración, tal y como es el caso ahora en la Generalitat de Cataluña y supuestamente en la Administración General del Estado, surgen todo tipo de debates y dinámicas colectivas. Reformistas versus conservadores, renovadores soñadores frente a capturadores corporativos militantes de un realismo descarnado. También aparecen múltiples opciones técnicas que convencen a unos, desagradan a otros y generan perplejidad en los colectivos más pasivos y menos militantes.

Entre estas dinámicas de debates colectivos (sinodalidades en términos vaticanos ya que convive un espíritu aparentemente participativo pero insertado en una organización dominada por la jerarquía) también emerge el debate estrictamente político. La política domina legítimamente la Administración pública y gracias a ello ésta esta inserta en la dinámica democrática. La política dirige la Administración y, lógicamente, no va a inhibirse en el momento más trascendental que es cuando se decide transformar sus dinámicas de funcionamiento. Por tanto, no hay nada que objetar y en mi caso como politólogo mucho menos.

Pero quiero hacer mención a una gran paradoja: la reforma de la Administración debe ser liderada por la política, pero debería canalizarse fuera o lejos del debate político tradicional. Una reforma administrativa es esencialmente política pero su articulación es y debe ser estrictamente técnica y alejada de la dicotomía tradicional izquierda versus derecha.

Una reforma administrativa canalizada mediante el debate político de carácter dogmático va a ser siempre un auténtico desastre. El liderazgo de la Administración va a ser de derechas o de izquierdas en función de la voluntad popular del momento, pero la reforma debe huir de estas dos etiquetas. La Administración como institución y como organización no puede ser de derechas ni de izquierdas.

Un diseño institucional de izquierdas de la Administración suele catalizar en un modelo de administración buenista en el que las lógicas corporativas y sindicales acaban dominando el modelo. El resultado es una Administración insostenible tanto a nivel organizativo como económico ya que se maximizan derechos y privilegios internos y se minimizan los esfuerzos y las obligaciones laborales. El resultado es otra paradoja: una Administración que opera internamente con dinámicas izquierdistas acaba siendo una Administración inerte que es lo que anhela la derecha más radical que solo cree en el mercado como motor del bienestar y menosprecia el espacio público.

En cambio, un diseño institucional de derechas sin matices ni contrapesos degenera de manera inevitable en un nihilismo de derrumbe como el que ahora protagonizaan Trump y Musk. Es imposible que puedan reformar la Administración pública aquellos que dogmáticamente no creen en ella e incluso la odian. Su modelo ideal de Administración es que sea una institución invisible: una administración que apenas regule el mercado y la acción individual y colectiva y una administración casi ausente de los grandes servicios públicos como son la educación y la sanidad. En definitiva, una administración agazapada solo en las infraestructuras físicas (cemento y asfalto) públicas básicas con algunas acciones vinculadas a una precaria beneficiencia o caridad (en absoluto políticas y servicios sociales).

Reitero que el debate de la reforma de una Administración es un debate político en el que debería estar ausente la lógica política tradicional. La transformación de una Administración es la quintaesencia del debate estrictamente técnico que busca de manera rigurosa la eficacia y eficiencia del aparato administrativo y de los servicios públicos. Los ingredientes cruciales de una reforma administrativa son conceptuales y técnicos: nuevos sistemas de selección meritocráticos de los empleados públicos, diseño de una auténtica carrera horizontal que estimule la motivación y de una respuesta adecuada a las expectativas profesionales de los empleados públicos, un diseño robusto de la Administración digital, la gobernanza de datos para favorecer la incorporación de la inteligencia artificial, etc.

Pongamos un ejemplo: a la hora de definir una auténtica carrera horizontal las respuestas políticas tradicionales naufragan de una manera estrepitosa. Las posiciones de izquierda, buenistas e ingenuas, acabarán sucumbiendo a diseñar un modelo de café para todos basado en la antigüedad de los trabajadores públicos. En cambio, las posiciones de derechas más beligerantes con el estatus de los empleados públicos (sospechosos de ser un enorme ejército de clase pasiva) van a estar en contra de esta novedad en materia de gestión de personal y o bien no la van a desarrollar, o si lo hacen, va a ser solo a nivel formal sin apenas impacto en la calidad del trabajo y en las retribuciones de los empleados públicos.     

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