La compleja motivación de la alta función pública

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La mayoría de los empleados públicos tienen una vinculación profesional con la Administración pública de carácter vitalicio. Esta circunstancia tiene su justificación por el acceso meritocrático (en los casos que esto realmente se produzca) y, especialmente, por ejercer funciones de autoridad (son pocos los empleados públicos que poseen este perfil) o para evitar la discrecionalidad y arbitrariedad política. La cuestión es que la mayoría de los empleados públicos acceden, bastante jóvenes, con entusiasmo profesional y vocación de servicio público. Pero esta motivación vinculada a la vocación de defensa del bien común debe mantenerse durante muchísimos años (entre 35 y 45 años) hasta el momento de la jubilación. Y esto es complicado. La ausencia de una carrera profesional, en muchos casos, o el hecho de que los que si poseen esta posibilidad puedan sufrir todo tipo de sinsabores derivados de la imperfección del sistema contribuye a que en muchos empleados públicos vaya generándose una sensación de desánimo. Curiosamente la circunstancia de poseer un trabajo estable en estos tiempos tan convulsos no suele ser una fuente de motivación adicional ya que rápidamente se asimila y se genera una cierta descontextualización de los problemas laborales del entorno social. Se vive en una burbuja autista en la que no se celebra el bienestar de la estabilidad y, en cambio, se eleva la exigencia por temas muy concretos como los horarios, los días festivos, los complementos, etc. Además, trabajar en unas organizaciones lideradas por los políticos no es una tarea sencilla ya que los responsables cambian periódicamente, no son expertos en dirección y poseen unos perfiles de lo más diverso, elementos que van generando un cansancio acumulado a los empleados públicos con elevado nivel profesional que conviven con los perfiles políticos. Muchas veces un empleado público tiene la sensación de vivir instalado en la película “El día de la Marmota” ya que se repiten periódicamente las situaciones, los errores, las ideas y se va avanzando para regresar, cada cierto tiempo, al punto de partida. En cierto sentido las organizaciones públicas avanzan con la forma de una sucesión de bucles y no en línea recta. Si a todo ello añadimos la contaminación por criterios políticos en los ascensos y retrocesos profesionales y determinadas conductas políticas heterodoxas, el resultado es que la desmotivación y el acomodamiento en una parte importante de los empleados públicos suelen ser difíciles de evitar. Al final se produce un cierto desapego entre muchos empleados públicos con la dirección política, lo que supone que estos empleados adopten un modelo de vida en el que se resignan a conllevarse con los políticos y a evitar al máximo los conflictos, las discusiones e incluso la pedagogía hacia ellos. En definitiva, se abandonan a la comodidad de la jerarquía y se limitan a cumplir órdenes sin analizar si son pertinentes o no a nivel técnico e incluso sin observar si son legales o no. Y esta apatía, indiferencia y gregarismo de una parte de los empleados públicos es el caldo de cultivo ideal para que los políticos con conductas heterodoxas campen a sus anchas, para destruir los precarios diques institucionales que pueden evitar los fenómenos de corrupción.

Por otro lado, los funcionarios más activos y dinámicos se sienten tentados, ante la falta de reglas del juego en la dirección pública profesional, en entrar en lógicas políticas y clientelares y a jugar de forma egoísta con las complejas reglas institucionales. Estos funcionarios “politizados” abandonan sus códigos éticos profesionales y se sumergen en unas discutibles dinámicas políticas que desconciertan al resto de los empleados públicos. Cuando el juego político entra en la Administración pública se generan todo tipo de arbitrariedades: funcionarios que escalan a puestos altos sin acreditar las necesarias competencias profesionales o funcionarios intachables y neutrales pero que son escrutados injustamente con suspicacia por parte de los cargos políticos por una difusa sospecha de parcialidad o resistencia política. Cuando hay un grupo reducido de funcionarios que juegan con la política todos los empleados públicos son en potencia sospechosos a los ojos de los políticos de hacer lo mismo.  En definitiva,  el sistema público posee una estructura de incentivos perversos que forjan todo tipo de externalidades negativas que generan una tensión, un cansancio, y la sensación, más o menos real, de un tratamiento injusto que son el caldo de cultivo ideal para que haya un bajo nivel de motivación bastante generalizado en la alta función pública. Unos empleados públicos desmotivados no son muy eficaces en sus tareas y toda la Administración pública y, en especial, los ciudadanos sufren las consecuencias. Hay que refinar nuestras administraciones con estrategias como, por ejemplo, la regulación de la dirección pública, el establecimiento de una carrera horizontal, y una sensata evaluación del desempeño. Estos son, precisamente, los tres pilares de innovación que propone el Estatuto Básico del Empleado Público y que la desidia política en su no implantación contribuye a un estado de ánimo de escasa motivación de los empleados públicos.

5 Comentarios

  1. Por no hablar del despilfarro en material impreso, sobres, carpetas, impresos, rótulos, etc. cada vez que les da por cambiar el nombre al ministerio que sea o refundir o separar departamentos. Cansa, si. Somos como ratitas en un rueda dando vueltas continuamente para quedarnos en el mismo sitio.

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