Sobre el derecho funerario de excepción

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Como algunos lectores potenciales sabrán, he dedicado bastante tiempo y numerosas publicaciones al tantos años marginado derecho mortuorio, desde que un día, ya lejano, mi maestro Francisco Sosa Wagner, a quien dedico estas líneas, me animara a realizar una tesis sobre las nuevas visiones del tema, casi medio siglo después de la soberbia monografía de don Recaredo Fernández de Velasco, en cuya cátedra murciana, que abandonó exactamente hace noventa años, llegaría, con el tiempo, yo a sentarme.

Por este interés investigador, nada morboso en verdad, ni he dejado de escuchar chanzas cariñosas de amigos y colegas ni, a lo que voy, he podido sustraerme a consultas de toda suerte, de ayuntamientos, particulares y medios de comunicación. Casi siempre se referían a disputas entre alcaldes y capellanes; a los plazos concesionales -¡lo que tardó la jurisprudencia en admitir aquí la teoría del dominio público!- y los derechos adquiridos hasta 1974 o a ciertas comunidades no católicas que pretenden recintos separados en cementerios, conforme a la legislación de noviembre de 1992, a mí entender de dudosa constitucionalidad al respecto y contraria a la Ley 47/1978, en la que se dejó la piel el senador Lorenzo Martín-Retortillo. Pero nunca pensamos que una pandemia iba a traer un panorama funerario tan desolador como el que estamos padeciendo con el coronavirus.

Conforme a lo establecido en el artículo 87 de la Ley sobre el Registro Civil y al amparo del artículo 4.3 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, la inscripción en el Registro Civil y la posterior expedición de la licencia de enterramiento, así como las cremaciones y donaciones a la ciencia de cadáveres, podrán realizarse por la autoridad competente sin que tengan que trascurrir las clásicas veinticuatro horas desde el deceso. Además, el estado de alarma conllevaba que, «la asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, se condicionan a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro». Posteriormente, la Orden SND/298/2020, de 29 de marzo, prohibió los velatorios en todo tipo de instalaciones, públicas o privadas y en los domicilios particulares, así como, en el caso de víctimas del COVID-19, las prácticas de tanatoestética, intervenciones de tanatopraxia, o intervenciones por motivos religiosos que impliquen procedimientos invasivos en el cadáver. Además, quedó pospuesta la celebración de cultos religiosos o ceremonias civiles fúnebres hasta la finalización del estado de alarma y la comitiva para el enterramiento o despedida para cremación de la persona fallecida se ha restringido a un máximo de tres familiares o allegados, además del ministro de culto, que deberán respetar siempre la distancia de uno a dos metros entre ellos. También esta Orden del Ministerio de Sanidad, prohíbe, como se ha difundido ampliamente, el incremento de los precios de los servicios funerarios, en tanto esté vigente este estado excepcional. Otras disposiciones ulteriores, particularmente de las Comunidades Autónomas -con plenas competencias sobre sanidad mortuoria interior, tempranamente transferidas-, aunque basadas, en gran medida en las directrices estatales, han precisado, ante la avalancha de defunciones y la escasez de espacio y capacidad personal y técnica para la inhumación o incineración, numerosas y tristísimas medidas de excepción, particularmente dolorosas en lo tocante a la soledad en la muerte y los sepelios de quienes fallecen en hospitales y residencias geriátricas.

Pero las situaciones de epidemias sí estuvieron siempre previstas en la reglamentación, antes estatal y ahora territorial, de policía mortuoria; verdaderas disposiciones independientes, porque desarrollar profusamente uno o dos artículos genéricos de una ley no es ejecutarla. Porque la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, a la que se remite alguna Comunidad en sus disposiciones ad hoc, sólo cita los “cadáveres” en el artículo 37, a propósito de la sanidad exterior -que no es el caso- y la más añeja Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, se limita a reiterar la obligación municipal mínima sobre control sanitario de los cementerios y policía sanitaria mortuoria (artículo 42.3.e).

Una vez más debemos acudir a una norma ya puramente supletoria, aunque prácticamente copiada en muchos de sus preceptos, con algunas actualizaciones sanitarias y liberaciones parciales de espacio en las distancias mínimas de cementerios a edificación habitacional (los famosos quinientos metros con origen en el Derecho Romano), como es el Decreto 2263/1974, de 20 de julio, por el que se aprueba el Reglamento de Policía Sanitaria Mortuoria. Por cierto, la primera disposición firmada por el entonces Príncipe Juan Carlos, durante la primera baja de su antecesor. En su artículo 8, los cadáveres se clasifican en dos Grupos; el primero comprende: los de las personas cuya causa de la defunción represente un peligro sanitario como es el cólera, viruela, carbunco, ébola y aquellas otras que se determinen en virtud de Resolución de la Dirección General de Sanidad, publicada en el «Boletín Oficial del Estado», y de la misma manera, los cadáveres contaminados por productos radiactivos. El Grupo II, abarca, por exclusión, los de las personas fallecidas por cualquier otra causa, no incluida en el grupo I. Es evidente que, con una simple Resolución administrativa, los fallecidos por COVID-19 entrarían en los primeros supuestos. Y los artículos 12 y 13 ya expresaban que no se concedería autorización sanitaria de entrada, tránsito o salida del territorio nacional, o exhumación de los cadáveres del grupo I y que, cuando existan razones sanitarias que aconsejen la inhumación inmediata de un cadáver incluido en el grupo I, Sanidad ordenará que el mismo sea conducido urgentemente al depósito del cementerio de la propia localidad donde ocurrió el fallecimiento. Incluso, en el artículo 24.6, se precisa que en caso “en cualquier barco español, con Médico o no a bordo”, donde se constate un cadáver de los incluidos en el Grupo I, «no se podrá arrojar al mismo al mar. Por el Capitán del barco se adoptarán las medidas necesarias para depositarlo en lugar del buque que no tenga contacto con la tripulación y pasaje, ni con la carga. De disponer de radio el buque, dará conocimiento por ella a la autoridad del puerto de arribada de la existencia a bordo de dicho cadáver». Curiosamente -pongámonos en la época y en lo que tardó la Iglesia en admitir la incineración, «en los supuestos de cadáveres del grupo I (…) el propósito de la cremación se pondrá en conocimiento de (…) Sanidad que podrá prohibirla por razones sanitarias».

La pandemia es nueva y un reto mundial sin precedentes desde hace más de un siglo, pero disposiciones históricas y no tan antiguas, como el anterior Reglamento de Policía Sanitaria Mortuoria aprobado por Decreto 2569/1960, de 22 de diciembre, previeron supuestos similares. Como se ha dicho, la mayoría de los Decretos autonómicos -y alguna Ley- que han desplazado el Reglamento estatal de 1974, prevén medidas para catástrofes, aunque, por desgracia, todo se ha quedado corto. La Ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, aunque en el artículo 4º b, a propósito de la declaración del primero, habla de «crisis sanitarias, tales como epidemias», no habla de muertes, cadáveres, incineraciones o cremaciones. Quizá, por desgracia, parezca ahora aconsejable pro futuro, por si esta u otra pandemia reaparece, incluir algún precepto básico que oriente de una forma homogénea a las autoridades de los diversos niveles administrativos.

Ya digo que precedentes ha habido y están relatados, ojalá para no volver en una sociedad más higiénica y con una excelsa sanidad pública. Pero estén tranquilos que, a diferencia de la frase tópica de Umbral, no vengo aquí a hablar de mi primer libro en la materia, donde lo cuento; entre otras cosas porque lleva años agotado.

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