Seré breve porque es un tema recurrente, además de alarmante y -seamos claros- cansino.

La legislación básica sobre procedimiento administrativo común y reguladora del sector público dio en 2015  un decidido e incuestionable impulso a la administración electrónica, en un intento de racionalización e impulso definitivo a lo que tantos años atrás se había planteado en la Ley de Acceso de los ciudadanos a los servicios públicos de 2007 (venía de mucho antes, allá por los años 90 -ley 32-, pero por simplificar).

En concreto, la disposición final 7ª de la ley 39/2015, de 1 de octubre estableció:

«Disposición final séptima. Entrada en vigor. La presente Ley entrará en vigor al año de su publicación en el «Boletín Oficial del Estado». No obstante, las previsiones relativas al registro electrónico de apoderamientos, registro electrónico, registro de empleados públicos habilitados, punto de acceso general electrónico de la Administración y archivo único electrónico producirán efectos a los dos años de la entrada en vigor de la Ley»

Muchos fuimos los que criticamos en su día esta disposición, que de facto retrasaba dos años más la plena aplicabilidad de la ley básica estatal, hasta el 2 de octubre de 2018, desinflando las expectativas generadas por el alcance de la reforma que se proponía, pues el registro electrónico, el punto de acceso y el archivo electrónico único eran -y son- piezas esenciales en la nueva arquitectura del procedimiento administrativo.

Ello, no obstante, no impedía que algunas administraciones fueran valientes y dedicaran recursos a avanzar en la línea que se proponía desde el Estado.

Pero no seamos incautos. Como casi nadie “hizo los deberes” en su día, el gobierno, que no el legislador, a través de un Decreto Ley (tan usado como criticado por todos los gobiernos y representantes políticos de todo pelaje y condición, con independencia de ocupar escaños en la bancada azul o ser poseedores del resto de los asientos del Congreso), con la ya acostumbrada “agostidad” (31/8/2018) pensó que la sociedad, sus ciudadanos, sus funcionarios y autoridades no estaban preparados para ello.

Ello dio lugar a un nuevo retraso en la vigencia plena de las previsiones legales de 2015, a través de una “peculiar norma” (dechado no precisamente de rigor en técnica normativa), de la que reproduzco su título: «Real Decreto-ley 11/2018, de 31 de agosto, de transposición de directivas en materia de protección de los compromisos por pensiones con los trabajadores, prevención del blanqueo de capitales y requisitos de entrada y residencia de nacionales de países terceros y por el que se modifica la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas».

Sí, han leído bien, no me he equivocado esta vez con el corta y pega del editor de textos. A través del incorporado con “nocturnidad” y a última hora TÍTULO V, titulado “Modificación de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas”, el Decreto Ley, luego convalidado por el Congreso como exige la Carta Magna (al fin y al cabo es el legislador ordinario) dedicó a ello su “Artículo sexto. Modificación de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas”, que dispuso: «Se modifica la disposición final séptima de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, que queda redactada en los siguientes términos: «Disposición final séptima. Entrada en vigor. La presente Ley entrará en vigor al año de su publicación en el “Boletín Oficial del Estado”. No obstante, las previsiones relativas al registro electrónico de apoderamientos, registro electrónico, registro de empleados públicos habilitados, punto de acceso general electrónico de la Administración y archivo único electrónico producirán efectos a partir del día 2 de octubre de 2020».

Pues bien, cercana ya la fecha de caducidad de esa nueva moratoria, volvemos a otro mes de agosto, este del peculiar año 2020 que ahora vivimos, y nos encontramos – ¡vaya sorpresa! – con otro Decreto Ley (¿les suena?), esta vez con un título tan sugerente como polémico: “Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, de medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales”.

Esta norma, sin alardes ni retóricas, establece con sobriedad y desparpajo, en su «Disposición final sexta. Modificación de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas: Se modifica la disposición final séptima de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, que queda redactada como sigue: «Disposición final séptima. Entrada en vigor. La presente Ley entrará en vigor al año de su publicación en el «Boletín Oficial del Estado». No obstante, las previsiones relativas al registro electrónico de apoderamientos, registro electrónico, registro de empleados públicos habilitados, punto de acceso general electrónico de la Administración y archivo único electrónico producirán efectos a partir del día 2 de abril de 2021».

Pues eso, más de lo mismo: esta vez, seis meses más para alargar el plazo, para los rezagados que no completaron sus lecturas jurídicas del año 2015 ni diseñaron un plan para su puesta en marcha. La ciudadanía, de nuevo en segundo plano.

Con esta norma algunos ganamos, tristemente, la apuesta que hicimos en 2018, y que nos hubiera gustado perder, especulando que aquella vigencia completa de la norma básica estatal que debe regir el actuar del conjunto de las administraciones públicas todavía sufriría en el futuro otra prórroga, como la letra impresa de la Gaceta Oficial demuestra.

No quiero cansar al lector o lectora. Pero aquí no acaba esta historia.

Apenas reincorporados de unas atípicas vacaciones (quien las haya tenido) de esta extraña ”nueva normalidad”, leemos en el BOE de 11 de septiembre de 2020:

 Resolución de 10 de septiembre de 2020, del Congreso de los Diputados, por la que se ordena la publicación del Acuerdo de derogación del Real Decreto-ley 27/2020, de 4 de agosto, de medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales.

Sí. En efecto. La suma de los votos presenciales y digitales han decidido no validar, como marca la Constitución, el último Decreto ley del verano.

Los azares estivales y los rebrotes de la segunda oleada de contagios en la pandemia generada por el COVID 19 han revertido, no por convencimiento y propósito de enmienda de los padres y madres de la patria, sino como lamentable efecto colateral, al estar incluido en el furgón de cola (otra vez la nocturnidad y la agostidad del “excepcional” Decreto Ley ya tristemente habituales en nuestro Derecho Positivo) del contenido que originó el Decreto  Ley: la recuperación para las exhaustas arcas del Estado, de los recursos financieros bloqueados a las sufridas entidades locales, en forma de préstamo diferido y esmerado diseño de ingeniería financiera, provenientes de los ahorros derivados de la Ley de Estabilidad Presupuestaria, proveniente de otro gobierno, pero aún vigente, la cual, por cierto no nos consta si va ser modificada o alterada. Pero no nos perdamos, eso da para otro relato.

¿Qué significa esto? Pues que una constatada falta de acuerdo o consenso político (en otros temas, como hemos visto, el de la financiación, pero que colateralmente afecta a esta denostada y ya recurrente regulación del registro y archivo único electrónico a la que nos venimos refiriendo) deja sin efecto, al no poder la compleja aritmética parlamentaria ratificar ese Decreto Ley que de forma efímera ha estado en vigor, mantener esa otra demora de la obligatoriedad del registro electrónico y el archivo electrónico único dispuesta por el Decreto Ley que se deja sin efecto.

Sic transit gloria mundi…(en la acepción derivada de su cita en “Asterix el Galo”, de los inolvidables Albert Uderzo y René Goscinny).

Disculpen los neófitos en la interpretación técnica del Derecho positivo en nuestro Estado de Derecho. Nadie nos dijo que iba a ser fácil. Comprenderé pues que se hayan perdido, porque, aunque he tratado de explicarlo claro y sencillo, reconozco que a veces, a los juristas, dicho con cariño autocrítico de colega, nos pasa poco. Pero es lo que hay, aunque parezca de locos.

Corolario: muchos aplicadores del Derecho, probablemente los que nunca se plantearon que esa entrada en vigor de aspectos tan clave de la administración electrónica, como los conforman el Registro electrónico y el archivo electrónico único, que obviamente no incluyeron el BOE entre de sus lecturas de post confinamiento en la playa, no verán mermadas sus expectativas de cumplimiento a apenas unos días la entrada en vigor -de forma obligatoria ¿no? – de dicha regulación de 2015 de eficacia demorada: no está mal, el dos de octubre está por fin ahí, cinco años después…[1]

Y una sucinta reflexión antes del cierre, que en realidad es lo que me mueve a escribir este relato basado en hechos reales: ¿No serían precisamente escenarios de crisis como el presente, derivado, entre otras cosas, de la crisis sociosanitaria provocada por el COVID 19, el contexto propicio para desarrollar de una vez por todas una implementación seria, rigurosa, eficiente y generalizada de la administración electrónica tal y como la tenemos, por una vez, medio bien definida por nuestros legisladores? No olvidemos que esos derechos digitales de la ciudadanía sólo lo son de forma efectiva en función de las obligaciones legales que vinculan a los poderes públicos respectivos.

Cinco años después no podemos asegurar un cumplimiento generalizado y homogéneo en la transformación digital, real y efectiva de las organizaciones que conforman el sector público.

Las asimetrías y desigualdades que genera una discusión política que no tiene en cuenta el valor añadido que pueden aportar los mimbres digitales (la excusa ha sido las peripecias de la regulación del registro electrónico y del archivo electrónico único) a una atención de calidad de los servicios públicos no hacen sino incidir en la crisis de gestión que ello representa. Justo lo que esta sociedad no puede permitirse en estos momentos.  Un coste de oportunidad que es cuantificable no solo social sino económicamente, y que además produce indeseables efectos colaterales en lo que afecta a la creciente distancia social entre la ciudadanía y sus representantes, así como el desapego creciente de aquélla respecto de éstos, que asisten atónitos a la toma de decisiones -o la ausencia de ellas- por parte de los poderes públicos, en los temas cotidianos que les afectan.

Deberíamos reflexionar al respecto.


[1] Al escribir estas líneas -17/9/2020- no me consta, al menos publicada en un boletín oficial que la dote de eficacia jurídica (¿o habrá que rebuscar entre los portales electrónicos de la administración?), otra norma, por rara que resulte, que reavive esa prórroga de entrada en vigor de la ley 39/2015 ahora derogada. Pero nunca se sabe. Cuando sean publicadas estas notas, quizás pierdan totalmente su actualidad, o por el contrario, cobren nueva fuerza, al hilo de los dislates de la no pocas veces extraordinaria construcción  normativa de este país con que nos sorprende el BOE nuestro de cada día.

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