El ministerio de la soledad y el llanto de los poetas locos.

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A finales de los ochenta, hace casi treinta años, visité Alemania invitado por la fundación Konrad Adenauer. Durante varios días viajamos por diversas ciudades del país, conocimos sus instituciones y debatimos acerca de las principales preocupaciones que les afligían por aquel entonces. Y recuerdo que, en una de aquellas reuniones, un alto funcionario destacó la soledad como uno de los problemas que padecía una amplia franja de la población adulta. La soledad, rumié incrédulo para mis adentros. ¿Cómo podía la soledad ser, en verdad, un problema tan serio para los alemanes? Me costó asimilarlo. Yo era hijo del baby boom de los sesenta, el mayor de once hermanos, y crecí rodeado de la algarabía infantil de aquellos años vertiginosos. La Soledad, para nosotros, era tan sólo el rostro de una virgen sufriente que procesionábamos en Semana Santa. Los juegos de los niños alegraban todavía las calles y plazas de los pueblos andaluces y los abuelos eran cuidados en las familias hasta que se marchaban para siempre. La soledad. Aquella conversación en Alemania me dejó una honda huella, y en numerosas ocasiones, a lo largo de los años, la narré en charlas y conferencias, a medida que sentía como aquella amenaza que tan remota me pareció entonces, comenzaba a tomar cuerpo y a acercarse amenazante a este rincón luminoso.

Aquella fue la primera ocasión que atisbé la forma brumosa de la bestia. Hoy ya está entre nosotros, aterrándonos con su rugido de fiera ancestral. Muchas personas, de todas las edades, además, se aíslan en sus hogares, sufriendo en sus carnes la fría dentellada de una soledad para la que no estaban programadas. La soledad atenaza a la sociedad occidental al punto que la Primera Ministra británica, Theresa May, acaba de crear un ministerio de la soledad, Minister of Loneliness, nombrando a Tracey Crouch como titular de la cartera. Leí la noticia con tanto asombro como interés, mientras recordaba aquel remoto viaje a Alemania. La soledad, repetí. Un ministerio de la soledad, volví a leer en la noticia. Así que, era verdad, la soledad ya reinaba entre nosotros.

Y, ¿cómo se combate a la soledad? Supongo que el ministerio abordará políticas públicas tan necesarias como importantes: programas de salud, de atención, de centros de educación y socialización; programas de atención psicosocial, de dependencia, de empleo y de tantos otros servicios que solucionarán, o al menos paliarán, los desgarros y daños originados por la feroz soledad en el cuerpo y en el alma de las víctimas a las que mortifica. Le deseamos, pues, toda la suerte del mundo a doña Tracey Crough en el desempeño de su nueva responsabilidad. Ojalá su éxito logre ahuyentar a la fiera del hediondo cubil que construyó entre nosotros.

Pero, ¿por qué nos quedamos solos? Seguro que los sociólogos nos ofrecerían mil respuestas a esta pregunta triste y gris. Cambios en la estructura familiar, envejecimiento de la población, globalización, nuevas formas de trabajo, que sé yo. Doctores tiene la iglesia para atender sus doctas cuestiones. Pero, ¿y los poetas? ¿Qué cantarían los poetas enamorados? Pues que la soledad no es un problema estadístico, ni de salud, ni de dependencia. Que todo eso, en verdad, son meros síntomas y no el verdadero problema. Lo de la causa y efecto de los escolásticos, vamos. Que la soledad, en verdad, es causa de todos esos síntomas, pero efecto, a su vez, de la causa primera. ¿Y cuál es esa causa primera de la que sólo hablan los poetas? La soledad, en verdad, es una enfermedad del corazón. La soledad se conjuga con el no ser querido y con el no poder – o no saber – querer. No tener a quien cuidar; no tener a quien nos cuide. No poder -a veces no saber – compartir alegrías y penas con personas cercanas y cómplices. No poder, no saber o no querer, charlar de nuestras cosas o de nimiedades con alguien que nos escuche; no poder, no saber o no querer, escuchar a alguien que necesita contarnos sus cosas nimias o importantes. No amar; no ser amado. No tener a quién amar – se marchó, murió, nos dejó – o no tener a quién nos ame. Desamor, antesala atroz de la soledad que ya enseña su patita…

Afortunadamente, nuestra competitiva y eficaz sociedad mantiene a los poetas encerrados y aislados en sus libros de poemas que nadie lee. ¿Amor? ¿Generosidad? ¿Compañía? ¿A qué partido político pueden interesarle esas fruslerías? Nosotros a lo nuestro, que para eso somos eficientes gestores de la cosa pública. Creemos ministerios, institutos, direcciones generales, departamentos; combatamos la soledad de la única manera con la que creemos poder derrotarla, con decretos-leyes y partidas presupuestarias. Y, si hiciera falta, y como última medida, consensuemos una reforma constitucional que destierre a la soledad para siempre, proclamando la irrenunciable obligación de ser felices y comer perdices sin solución de continuidad.

Y mientras, en un pueblo, un hombre mayor llorará por la mujer que amó durante su vida entera y que acaba de morir enferma en aquel frío hospital. Y, en otro, una madre joven dará a luz a su primer hijo, abandonada por todos. Y, en otro, una anciana se preguntará cómo estarán creciendo aquellos nietos a los que apenas ve. Y, en otro, y otro…

Fue Pascal, aturdido, quién consagró aquello de que razones tiene el corazón que la razón no entiende. Tenía razón. No lograremos derrotar a la soledad tan sólo desde la razón. A la soledad hay que combatirla desde la razón y el corazón; desde el ministerio y desde el amor; desde los presupuestos y desde la generosidad; desde los altos funcionarios y desde los versos encendidos de los poetas locos y enamorados. ¿Poetas? No, por favor, que nos hablan del amor y el amor, ya, sencillamente, no nos interesa…

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