La reciente STC 42/2018 y el Gobierno de las leyes y no de los hombres.

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La reciente STC 42/2018 tiene diversos contenidos de interés. El núcleo del asunto se refiere a temas urbanísticos. En esencia, se declara válida la legislación canaria impugnada por la que se regulan instrumentos de planificación territorial de carácter turístico, que pueden implantarse en cualquier tipo de suelo, incluyendo por tanto el suelo rural. A tal efecto, el TC recuerda que, dentro de los marcos legales, el suelo rural no es incompatible con proyectos edificatorios. Asimismo, se descarta la vulneración de la autonomía local, ya que la ley recurrida contempla la posibilidad de informes municipales en el marco de las actuaciones territoriales, así como un control de las posibles actuaciones por la jurisdicción contencioso-administrativa. Y se excluye igualmente infracción de la primacía de ley, en tanto en cuanto los instrumentos territoriales no suplantan la ley a la hora de su determinación. No obstante, se declara inconstitucional una disposición relativa a que, ex lege, se exoneraba del cumplimiento a determinados proyectos, del debido examen de la concurrencia de interés público,  a realizar en el caso concreto por la Administración competente, ya que ello representa un caso de “ley singular” sin la justificación debida. Así pueden resumirse los contenidos de la STC 42/2018.

Ahora bien, esta STC realiza ciertas reflexiones, sobre la interpretación de las normas, que podrían pasar desapercibidas y que, en cambio, tienen a mi juicio una especial significación. Recordemos antes que, conforme a jurisprudencia bastante numerosa, si una norma tiene un contenido confuso se anula por el TC, igual que si un acto administrativo es confuso se anula asimismo por la jurisdicción contencioso-administrativa. Cosa distinta, pero relacionada, es la relativa a casos (como el que enjuicia la STC 42/2018) en que los recurrentes invocan que la norma en cuestión va a permitir (por su indeterminación) una interpretación a futuro contraria a Derecho (la proliferación de proyectos constructivos en suelo que no lo merece). Este es un aspecto central con el que se enfrenta la citada STC 42/2018. Y es que, según los recurrentes, «la norma va a permitir a las Administraciones competentes autorizar ilimitadamente actuaciones turísticas en suelo rústico» (se trataba de una ley canaria que permitía actuaciones territoriales de edificación en suelo rústico para uso turístico).

Sin embargo, para el TC, primeramente no caben los pronunciamientos preventivos en este contexto: «conforme a nuestra reiterada doctrina (por todas, STC 172/1992, de 29 de octubre, FJ 2), no nos corresponde pronunciarnos sobre las interpretaciones de las normas impugnadas que propongan las partes en un proceso constitucional, sin que procedan pronunciamientos preventivos a través de los cuales se pretenda evitar una posible y todavía no producida aplicación del precepto en contradicción con la Constitución». Interesante es además que «en este caso, la vulneración no puede atribuirse directamente a la dicción del precepto, sino, en su caso, a su eventual aplicación en concretos supuestos de hecho, lo que es ajeno a un proceso de control abstracto como el recurso de inconstitucionalidad».

Ahora bien, pese al interés de lo anterior, la argumentación más destacada, o de mayor fondo, es otra, en concreto cuando se argumenta que, “respecto a dicho planteamiento, cumple ahora recordar que la eventualidad de un uso desviado de la norma no puede servir de fundamento para su anulación. Como señaló la STC 238/2012, de 13 de diciembre, FJ 7, «la mera posibilidad de un uso torticero de las normas no puede ser nunca en sí misma motivo bastante para declarar la inconstitucionalidad de éstas, pues aunque el Estado de Derecho tiende a la sustitución del gobierno de los hombres por el gobierno de las leyes, no hay ningún legislador, por sabio que sea, capaz de producir leyes de las que un gobernante no pueda hacer mal uso» (STC 58/1982, de 27 de julio, FJ 2, en el mismo sentido SSTC 132/1989, de 18 de julio, FJ 14; 204/1994, de 11 de julio, FJ 6; 235/2000, de 5 de octubre, FJ 5, y 134/2006, de 27 de abril, FJ 4)”.

Esas líneas, que acabo de permitirme destacar en cursiva y negrita podrían ser colgadas en un marco en el pórtico de toda Facultad de Derecho. Nos llevarían demasiado lejos las reflexiones que podrían hacerse (me remitiría a mi libro en Civitas “juicio a un abogado incrédulo”), pero me importa destacar el reconocimiento que se está haciendo sobre los límites del Estado de Derecho, al no llegar éste a solucionar un serio problema, es decir, el relativo a todas esas situaciones tan comunes, en verdad, en que la ley (tan abierta y tan interpretable siempre) permite como regla general al aplicador (gobernante, autoridad o funcionario) hacer un “mal uso” de las mismas. Cierto que después podrá venir la jurisdicción contencioso-administrativa a controlar la posible aplicación, pero ahí viene entonces la reflexión principal, como desenlace final: la imposibilidad también en tal momento de controlar posibles malos usos que puedan hacerse de las leyes. Y es que, si el Gobierno de las leyes no resuelve para nada el problema, ¿no será mejor entonces la alternativa del gobierno de los hombres, al menos como complemento necesario, al ser éste el único medio que nos puede salvar de esas posibles malas aplicaciones que las leyes, como regla general, permiten, porque no puede ser de otra forma?

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