La reforma administrativa para la gestión de los fondos europeos. ¿A la segunda la vencida? (I)

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La reforma de la Administración pública en España es una de las grandes asignaturas pendientes en la dimensión institucional de la democracia española. Una reforma administrativa debería implicar un cambio conceptual definiendo un nuevo modelo de gestión a nivel organizativo y un nuevo sistema de ordenación del empleo público. Han sido numerosas las iniciativas gubernamentales bajo el rótulo de reforma administrativa pero ninguna ha ambicionado una auténtica reforma administrativa.

Hace unos 15 años, después de casi de 30 años de instituciones democráticas algunos especialistas en la materia llegamos a la conclusión que en este país no existía ni una cultura política ni una cultura institucional con capacidad para afrontar una reforma administrativa por la vía del autoconvencimiento y por una visión proactiva de renovar la Administración pública para adaptarla a los profundos cambios tecnológicos, económicos, sociales y políticos. Este impulso de renovación era sencillamente imposible por la abulia en esta materia de los líderes políticos y por las resistencias sindicales, corporativas y judiciales. Por tanto, la única esperanza para poder acometer una auténtica reforma administrativa en este país residía en que sucediera algo muy grave en el entorno que obligara a impulsar esta necesaria reforma. No hubo que esperar mucho tiempo a que sucediera algo tremendo ya que se nos vino encima la profunda crisis económica de 2008. Durante aquellos primeros años de aquella terrible crisis todos los especialistas en Administración pública estábamos convencidos de que la reforma de la Administración pública era sencillamente ineludible. Y todos fallamos en nuestras predicciones ya que la única iniciativa que alumbró la crisis fue la denominada CORA que representó el máximo nivel de impostura en materia de reforma administrativa: ningún cambio sustantivo en el sistema organizativo ni en el modelo de empleo público sino una simple, burda y limitada poda de algunos organismos en la AGE y un brindis al sol sobre algunos cambios que deberían acometer las administraciones subestatales. La CORA fue un gran engaño y una estrategia típicamente latina para burlar las intensas presiones de la Unión Europea y de sus socios mayores. La larga crisis económica y social de 2008 tuvo un impacto cero en la arquitectura institucional y organizativa de nuestras administraciones públicas. Fue, por tanto, una oportunidad perdida y la constatación que, aunque nos ahoguemos económica y socialmente, la Administración es impermeable e insensible al cambio y a la renovación que el transcurso del tiempo aconseja.

Con esta dinámica inmovilista llegamos al fatídico año 2020 con la pandemia de la covid-19 que todo lo ha trastocado. Las administraciones públicas fueron capaces de migrar, durante el periodo de confinamiento, con relativa facilidad de la gestión presencial a la gestión virtual gracias a estar bastante bien digitalizadas. Pero después del confinamiento y de unas vacaciones estivales que fueron increíblemente rutinarias (como si nada antes hubiera sucedido y la segunda ola de la pandemia fuera algo muy lejano) se mostraron los déficits de nuestra Administración con toda su crudeza. Los expedientes de regulación temporal de empleo estaban atascados y un buen número de trabajadores sufrieron demoras en los pagos, colas de ciudadanos desesperados ante un buen número de oficinas públicas, insolvencia para gestionar los fondos europeos, incapacidad para confeccionar equipos de rastreadores a tiempo para controlar los rebrotes víricos, etc.

La respuesta a esta situación ha sido la publicación en el BOE el último día de 2020 del Real Decreto-Ley 36/2020 de medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia.

El catalizador de estas medidas urgentes de reforma ha sido la necesidad de aprovechar los fondos europeos NGEU aprobados por la Unión Europea para contribuir a la recuperación económica y social de los países europeos más afectados por la crisis de la covid-19. Canalizar del 2021 al 2023, 72.000 de los 140.000 millones en transferencias y préstamos para los próximos seis años, puestos sobre la mesa por Bruselas, resulta una misión complicada y hace falta adaptar la estructura organizativa de algunos ministerios y la cadena burocrática de la Administración. Los antecedentes son deplorables ya que la Administración española adolece, desde hace años, de una merma en su sistema organizativo y  en su modelo de gestión de recursos humanos que ha supuesto que apenas haya gastado un 34% del dinero europeo que se le ha asignado en el periodo 2014-2020. De los 56.241 millones de euros que puso a su disposición la Comisión Europea para el periodo de 2014 a 2020 en fondos estructurales y de inversión, España solo ha ejecutado 19.374 millones de euros y de hecho, es el país de la Unión Europea que menos porcentaje del presupuesto ha gastado.

Por tanto, estamos ante una reforma totalmente reactiva y focalizada a atender un solo ítem u objetivo. De todos modos, dada la complejidad para poder hacer una buena digestión burocrática de estos fondos europeos las medidas son amplias, variadas y transversales. Hay una multiplicidad de novedades en este decreto entre las que destacan, entre otras: la simplificación en las contrataciones y en la gestión de convenios y subvenciones, en lograr una organización menos fragmentada y más multidisciplinar (para ello se crean nuevos órganos de coordinación y unidades administrativas haciendo cierto el oxímoron que “para desburocratizar hay que genera más burocracia”), la reactivación del fallido modelo de las agencias estatales ejecutivas con un mayor grado de autonomía y de profesionalización, presupuestos más allá de la cotilla de las anualidades, una web tipo ventanilla única para las iniciativas de recuperación (una magra utilización de las múltiples potencialidades asociadas a administración digital) y la reactivación de las colaboraciones público-privadas de la mano de los proyectos estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica (PERTE).

De nuevo, una crisis ha generado la necesidad de modernizar la Administración pública pero ¿Podemos considerar esta iniciativa como una auténtica estrategia de modernización o de reforma? La respuesta es que, de momento, no. Pero la novedad es que esta primera iniciativa podría ser el abra latas para lograr una auténtica reforma administrativa, una reforma verdadera que debería trabajarse sin demora durante los próximos dos años e incorporar en la agenda cambios en el modelo organizativo y en el sistema de gestión del empleo público.

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