Una de las novedades que ofrece la ley 27/2013 de Administración local es la (aparente) modificación del régimen que se conoce como de intervención de los Ayuntamientos en las actividades de los particulares. En rigor, no se trata de una ocurrencia del legislador español sino más bien exigencia que se impuso desde el derecho europeo y, en concreto, de la Directiva de servicios (2006/123 del Parlamento europeo y del Consejo) donde se hacen mangas y capirotes con casi todo el sistema de licencias y autorizaciones municipales que había vivido un siglo instalado en la legislación local (de España y de otros muchos países europeos). A partir de la norma europea, las cautelas implícitas en el sistema vigente solo podían sobrevivir si se justificaban “por una razón imperiosa de interés general”.
La ley española responde con entusiasmo al ímpetu liberalizador que viene de las instituciones comunitarias. Porque lo cierto es que “con carácter general, el ejercicio de actividades no se someterá a la obtención de licencia u otro medio de control preventivo”. Ahora bien, a continuación vienen los matices -de origen asimismo europeos- porque tales técnicas subsisten cuando estén amparadas en razones de orden público o seguridad, salud o protección ambiental, a menos que puedan garantizarse las actividades sin merma para el interés público mediante “una declaración responsable” o “una comunicación” de los afectados.
Interesante es también el otro supuesto: “cuando por la escasez de recursos naturales, la utilización de dominio público, la existencia de inequívocos impedimentos técnicos o en función de la existencia de servicios públicos sometidos a tarifas reguladas, el número de operadores económicos del mercado sea limitado”. En tales casos, puede establecerse el correspondiente control preventivo.
Esto por lo que se refiere a las actividades. Como es el caso de que estas normalmente necesitan instalaciones para llevarlas a cabo, entonces vuelve la exigencia de licencia o autorización (párrafo segundo de este artículo 84 bis) si está prevista en una ley (que será del Estado o de las Comunidades autónomas según la distribución constitucional de competencias) y además tales actividades pueden originar daños medioambientales, sanitarios, urbanísticos o al patrimonio histórico. La evaluación de este riesgo la diseña con carácter general este precepto de suerte que se atreve a medirlo en función de datos como la potencia energética instalada; la capacidad o aforo del local; la contaminación acústica que produzca; la composición de las aguas residuales que vierta y su capacidad de depuración; la existencia de materiales inflamables o contaminantes en el interior de las instalaciones; su vinculación con bienes del patrimonio histórico que puedan verse afectados.
Por último, la ley quiere salir al paso del conflictivo asunto de la convivencia de estas licencias con otras previstas en la legislación estatal o autonómica. A tal efecto señala que solo podrán establecerse cuando la entidad local logre justificar el interés concreto que se trata de amparar y siempre que el mismo no se encuentre ya protegido por otra norma. Un precepto este nada claro pues reenvía a normas de distinto origen, incluidas las propias municipales a través de Ordenanzas.
Entiendo que la potestad inspectora de los Ayuntamientos queda intacta pues su objeto siempre será comprobar la observancia de las normas, especialmente las urbanísticas, de seguridad, etc.
En puridad no hay un cambio sustancial respecto de lo que ya estaba en el ordenamiento de suerte que estamos un poco siempre dando vueltas a lo mismo como es fama hace el cangilón de noria.