Notre Dame, el símbolo fatal de una Europa en descomposición.

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Notre Dame ha ardido y los europeos sentimos que algo muy nuestro se consumió, pavorosa, absurdamente, ante nuestro asombro y consternación. No ardía un templo, era nuestra propia alma la que se consumía impotente. Millones de ojos permanecieron – hipnotizados, horrorizados -, ante las pantallas de televisión la tarde que mostraron, obscenas, al monstruo feroz del fuego devorando el templo gótico más importante y conocido del mundo. Y cuando su esbelta aguja – dedo de la Europa que apuntaba al cielo – se derrumbó, volvimos a experimentar la ansiedad estremecida, el temor difuso, de aquel 11M de infausto recuerdo.

En esta ocasión, parece, según las informaciones que nos llegan, que el origen del incendio está relacionado, de alguna manera, con las obras de restauración que en la catedral se desarrollaban. Incendio por causas fortuitas o por imprudencia fatal, el caso es que el incendio ha vuelto a remover algo profundo que parecía oculto en nuestros adentros y que tiene que ver con la sensación de identidad, ese sentimiento que une, pero que a la vez que distancia, esa pulsión de dos caras, al modo de Jano, que por una enamora y por otra aterra, capaz de los mejor y de lo peor.

Debemos serenarnos, pues queda mucha tarea por delante: valorar los daños, conjurarnos en prudencias y prevenciones para que nunca jamás vuelva a suceder, y proponernos restaurar la catedral con el máximo respeto al original. Pero, si todo esto es importante, también lo es la exhaustiva investigación sobre las causas del incendio, tanto para que jamás vuelva a suceder como para erradicar de raíz las infinitas sombras conspiranoides que ya comienzan a cubrir el trágico suceso. Desde el culpabilizar de antemano al terrorismo islamista hasta a fanáticos de signo diverso, pasando por la fatalidad inevitable de las profecías de Nostradamus o anuncios esculpidos en fuego del fin de Europa o del mismísimo mundo, ya puestos. Un símbolo entre los símbolos ha sido destruido y, cuando un símbolo de esta entidad cae, un terremoto de bronce asola nuestros ánimos y luces, liberando disparates y dislates de todo tipo.

Porque más allá de su valor artístico, de su belleza, de la osadía de sus arcos y bóvedas imposibles, de sus gárgolas y bestiarios monstruosos, de su antigüedad, de su riquísimo patrimonio, de sus esculturas, pinturas y retablos, de sus reliquias y tesoros, más allá, incluso, del fervor religioso que a millones de católicos inspira, Notre Dame es, sobre todo, un símbolo, un símbolo de la Europa toda que emergió para la historia desde su epifanía gótica.

Notre Dame era – es – un gran símbolo y ya sabemos que nada es más importante que un símbolo para la naturaleza simbólica que nutre la esencia misma de la humanidad. Uno de nuestros principales símbolos, consciente o inconsciente, ha caído pasto de las llamas y todos hemos experimentado la sacudida telúrica de su destrozo. La semiótica, que es la ciencia que estudia los signos analizará, sin duda alguna, el simbolismo emocional del incendio, ya que existe, también la semiótica de la arquitectura, que, por supuesto, también es mensaje, significado y evocación. Observamos o entramos en un edificio y percibimos lo que nos quieren trasladar sus constructores u ocupantes. Destruimos un edificio y, además de pura barbarie, algo queremos significar con la hecatombe.

Una de las almas de Europa ha sido pasto de las llamas. Porque Notre Dame no era una catedral más, de alguna forma, era La Catedral. Algo grande, importante y profundo sucedió en el siglo XII, cuando los constructores franceses iniciaron la revolución de lo que posteriormente se conocería como arte gótico – por godo o francés bárbaro -. Atrás quedaban las pesadas y oscuras construcciones románicas. Los nuevos constructores – algunos de los cuales crearían el embrión de la actual masonería – retaron a la ley de la gravedad con edificios esbeltos, ligeros, luminosos e imposibles, apoyados en los innovadores arbotantes, arcos ojivales y bóveda de crucería. Parieron las catedrales más hermosas que vieran los siglos y una idea de Europa fue engendrada desde sus penumbras. Europa que alumbró, asombró y dominó al mundo durante casi un milenio, sufre ahora, orillada por la historia. Otras potencias son ya más ricas, más inventoras, más vanguardistas, más poderosas. Y padece en su seno las enfermedades del siglo, descontentos, chalecos amarillos, desencanto, Brexits y populismos de todo tipo que la carcomen y erosionan. Y en plena decadencia estábamos, cuando Notre Dame ardió. Un símbolo de nuestro pasado medieval, un derrumbamiento-símbolo de nuestro calamitoso estado actual.

Pero aún estamos a tiempo de enmienda. Depende de nosotros. Restauremos la catedral y retomemos el pulso para construir una Europa próspera y justa que vuelva a asombrar al mundo entero. Que las llamas de Notre Dame hayan sido el faro preciso para nuestra iluminación redentora.

            Notre Dame, contigo estamos.

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