Uno de los principios nuevos más invocados en el derecho contemporáneo es el de “precaución”. Desde la famosa cumbre de Río de Janeiro de 1992 hasta las leyes de muchos Estados e incluso humildes Ordenanzas municipales se han ocupado de este nuevo elemento de la argumentación jurídica. Las instituciones europeas lo manejan con frecuencia y el Parlamento europeo así como la Comisión han intentado, de un lado, explicar su misteriosa naturaleza y, de otro, configurar sus contornos, tratando de dar cumplimiento a los mandatos contenidos en los Tratados.

Sepamos que en el juego de la dialéctica jurídica participa el principio de precaución cuando se constata una incertidumbre científica en relación a un posible riesgo en ámbitos como el medio ambiente o la salud de las poblaciones o de los animales. La Comisión europea habla de asuntos en los “que los datos científicos son insuficientes, no concluyentes o inciertos, pero en los que una evolución científica preliminar hace sospechar que existen motivos razonables para temer efectos potencialmente peligrosos”.

Tal incertidumbre puede ser originaria -cuando no se conocen con certeza aspectos científicos relevantes afectantes a una determinada actividad- o sobrevenida -producida por aquellos avances conocidos de la ciencia que hacen inseguro lo que se creía seguro-.

La consecuencia puede ser colosal desde el punto de vista del derecho y de su aplicación a la realidad cotidiana pues que conduce a dejar sin efectos normas jurídicas en vigor regularmente aprobadas. Así por ejemplo, cuando se retira del mercado un producto que había recibido todas las bendiciones oficiales.

Cualquier jurista que lea estas reflexiones verá sus más íntimas entretelas perturbadas porque de inmediato piensa en la alteración sustancial que la invocación de la “precaución” produce en las decisiones y en los procedimientos legalmente ultimados. Y se le agolpan en la cabeza -para quitarle el sueño- conceptos como la seguridad jurídica, la responsabilidad de los poderes públicos, la inalterabilidad de los actos administrativos con sus excepciones instrumentadas a través de la revisión de oficio o del recurso de lesividad, las cláusulas que aseguran la vida ordenada de las concesiones administrativas, etc.

Dicho de otra forma: al jurista sensible se le caen de pronto encima muchos de los ladrillos y aun vigas maestras que sostenían sus mayores certezas.

Es mérito de José Esteve Pardo, catedrático de Derecho Administrativo, haber alertado en la doctrina española acerca de la precaución con la que es preciso tomar la precaución porque “el derecho acaba por renunciar a los expedientes y modelos de decisión que le son propios y, sobre todo, renuncia también a su función propia de dotar de legitimidad y seguridad a esas decisiones y regulaciones”. Lo hace en un libro escrito en colaboración (bien infrecuente) con un catedrático de Física (Javier Tejada Palacios) y que han titulado: “Ciencia y Derecho: la nueva división de poderes”. Para los aficionados a plantearse interrogantes es una pócima muy apropiada la lectura de este ensayo.

Porque al final resulta que la remisión a la ciencia y a la tecnología produce mayor incertidumbre que la que en principio se pretende resolver, porque se deja en suspenso o se excepciona un régimen jurídico que queda a la intemperie, porque se extravía por caminos ignotos la seguridad jurídica y porque, en fin, se desatan los elementos en el campo abierto de las responsabilidades del poder.

Ahora bien, se convendrá conmigo que asestar una puñalada a la certeza del Derecho es acabar con una de las razones por las que hemos de aceptar sus dictados y sus molestias. De ahí la importancia de pensar en estas novedades con frialdad, con “precaución”, pero con la sensibilidad jurídica bien alerta porque estamos no solo pisando terrenos resbalosos sino también entrando en los confines de las incertidumbres. Es decir, removiendo los arbotantes de nuestro oficio.

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