En pleno debate -ya veremos en qué queda- sobre la reducción de la tasa de alcohol en sangre a la hora de conducir, sobre lo que ya he escrito en otro foro, me viene a la memoria el viejo tema de la detención por particulares de determinados infractores.
Comienzo recordando que, hoy por hoy, el lindero en la circulación entre infracción administrativa y delito (artículo 379 del Código Penal), está en conducir a velocidad superior en sesenta kilómetros por hora en vía urbana o en ochenta kilómetros por hora en vía interurbana a la permitida reglamentariamente o hacerlo drogado o con una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0,60 miligramos por litro o con una tasa de alcohol en sangre superior a 1,2 gramos por litro. Nada que ver, ciertamente, con los actuales límites que, estadísticamente, no son causa sensible de accidentes, aunque ahora se quieran minimizar hasta extremos totalmente prohibitivos. Doctores tiene la iglesia.
Bien, pues este verano, en el pueblo costero en el que me encontraba, como en tantos lugares turísticos saturados, he tenido que soportar toda suerte de infracciones de tráfico: aparcamientos en pleno dominio público viario; autocaravanas metidas por los arenales o pasando la noche y vertiendo sus necesidades en predios privados; ruidos; velocidades absolutamente inapropiadas y sospechas fundadas de intoxicación etílica al volante. En algún caso he tenido la convicción de que se estaban cometiendo delitos y no sólo incumplimientos sancionables por la autoridad de tráfico.
Como quiera que, a veces, apetece ejercer una cierta autotutela del bienestar, me acordé, de los tiempos prehistóricos de la licenciatura y de la figura de la detención por particulares del artículo 490 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882. Algo que no es una obligación estricta (como ocurre para los policías), pero que está permitido por la Ley pensando en una ciudadanía ejemplar. Parar a quien va perjudicado al volante puede evitar la muerte, lesiones o daños a terceros. No es una broma. Recuerdo, pues, que cualquier persona puede detener: al que intentare cometer un delito en el momento de ir a cometerlo; al delincuente in fraganti y a los fugados, condenados o simplemente detenidos, preventivos o en rebeldía (de estos últimos conocemos un caso sangrante que hasta se les escapó a las fuerzas del orden).
Es complicado y peligroso, muchas veces, parar y retener a un presunto infractor criminal. Puede ser violento o crearnos un problema mayúsculo. Pero aún en el caso de que podamos interceptar el automóvil o retener a quien está borracho, no tenemos garantías de no meternos en un lío. Para empezar, la misma ley nos alerta, de forma muy garantista, que el particular que detuviere a otro justificará, si éste lo exigiere, haber obrado en virtud de motivos racionalmente suficientes para creer que el detenido se hallaba comprendido en alguno de los casos que permiten la detención. O sea, en el hipotético caso de “autos”, habrá que justificarle a la conductora o conductor beodo por qué creemos que tenemos motivos jurídicos y materiales suficientes para impedirle continuar. Casi nada.
Pero supongamos que lo hacemos y cuando llegue la Benemérita o similar, resulta que el detenido no alcanza los 1,2 gramos por litro. O sea, no hay delito. O si lo hay, lo hemos cometido nosotros por detención ilegal. ¡Menudo negocio! El ciudadano modélico a la cárcel y a indemnizar a quien sólo ha cometido un ilícito administrativo. Que sí, que las sanciones administrativas pueden provenir de una denuncia de un particular. Pero denunciar no es detener, obviamente.
De los excesos de velocidad, para qué hablar. Al menos yo, no llevo un radar debajo del brazo y, aunque lo llevara, no estaría homologado ni sería prueba de nada.
Esta es una simple reflexión ilustrativa, como tantas veces, de las imperfecciones reguladoras y de los fondos de saco de algunas previsiones supuestamente ambiciosas.