La Ley 30/1992 de Procedimiento Administrativo Común, probablemente por influencia de la Ley 13/1989, de 14 de diciembre, de Cataluña («autorización de firma»), introdujo la figura de la «delegación de firma», como una técnica que incide en el ejercicio de la competencia. Con todo, el alcance de esta delegación es un tanto confuso, pues si, de un lado, la Ley declaró que no supone alteración de la titularidad de la competencia, pero sí de algún elemento determinante de su ejercicio (art. 12.1), de otro lado, estableció que la delegación de firma no altera la competencia del órgano delegante (art. 16.2). Lo cierto es que, dado que debe ser una técnica distinta a la delegación de competencias (que supone el ejercicio de la competencia por el delegado), la delegación de firma, como indica su denominación, debe ceñirse al acto material de la firma, lo que explicaría que para su validez no sea necesaria su publicación (art. 16.2).

Esta delegación de firma se concibe como una facultad derivada del principio jerárquico, de la cual los órganos pueden hacer un uso discrecional (pues no requiere motivación alguna), no solo en relación con los titulares de los órganos (unipersonales) subordinados, sino también respeto de los titulares de las unidades administrativas dependientes (y no necesariamente los inmediatamente inferiores). E incluso se ha admitido su empleo en casos de dependencia, no ya jerárquica, sino funcional (STJS Madrid 214/2007, de 23 de febrero, rec. 437/2006), así como se admite que la delegación puede ser tanto para un procedimiento singular, como general (art. 11 Ley 26/2010, de 3 de agosto, de Régimen jurídico y de procedimiento de las administraciones públicas de Cataluña). Con todo, la Ley 30/1992 mantuvo una doble limitación: la delegación de firma debe recaer en materia de competencia propia, no delegada, y no cabe la delegación de firma en las resoluciones de carácter sancionador.

Por su parte, la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público mantiene la figura de la delegación de firma en los términos de la Ley 30/1992, e incluso amplía su ámbito de aplicación, pues expresamente admite su uso en relación con las competencias que el órgano delegante ostente por delegación (art. 12.1) y se omite la prohibición relativa a las resoluciones de carácter sancionador. Lo cierto es que, si realmente la delegación de firma se circunscribe a la mera actuación material de firma de un acto ya adoptado por el superior, no parecería que exista inconveniente alguno en su extensión. Y, por la misma razón, también sería razonable no exigir la notificación de la delegación de firma a las personas interesadas (así, art. 11 Ley 26/2010 de Cataluña).

Sin embargo, todas estas facilidades que primero la Ley 30/1992 y después la Ley 40/2015 asignan para el ejercicio de la delegación de firma únicamente se sostienen si, en efecto, el órgano delegado se limita a la mera actuación material de firma. Pero para que esto sea así es evidente que es necesario que el acto haya sido previamente adoptado por el órgano superior y que este haya comunicado al órgano o unidad inferior su contenido, para que ejecute su simple plasmación documental y firma.

Y así lo han expresado en ocasiones los tribunales: «en la delegación de firma, la titularidad y ejercicio de la competencia de que se trate continúa atribuida al órgano administrativo que la tiene, pues lo único que se permite es la delegación material de la firma de las resoluciones, previa consulta con el Jefe del órgano, a efectos de conocer su decisión, liberándole, no obstante, de la materialidad de la firma, sobre todo en asuntos repetitivos» (STS 3764/2003, de 2 de junio, rec. 6649/1998). O se ha señalado que la delegación de firma permite a los titulares de los órganos o unidades dependientes «simplemente firmar o suscribir, en lugar del titular del órgano competente, las resoluciones y actos adoptados por éste», para lo cual «es preciso que el órgano delegante haya manifestado su voluntad y decidido sobre el fondo del asunto» (STSJ Cataluña 1118/2004, de 6 de noviembre, rec. 727/2000). Y también se ha declarado que la delegación de firma «Es una técnica que precisa que el órgano delegante indique al órgano delegado el contenido de la delegación, o al menos indicaciones concretas de cuál debe ser el sentido de la resolución, pues el delegado no está ejerciendo una competencia propiamente dicha, sino que está ejecutando la orden del órgano delegante» (STSJ Aragón 328/2018, de 13 de junio, rec. 144/2016).

Ahora bien, en el actual escenario de administración electrónica, como es bien sabido, las propuestas de resolución se elaboran por las unidades administrativas y se suben, a través de la correspondiente aplicación informática, a la carpeta del titular del órgano para su firma electrónica. De este modo, para que el titular del órgano o unidad delegataria de la firma se limite, tal como exige la Ley, a consignar su firma en el documento de un acto aprobado previamente el titular del órgano competente, es necesario que la aplicación informática habilite un paso previo a la firma, de tal modo que el órgano delegante autorice la firma de cada acto por el titular del órgano o unidad delegataria de la firma.

Desde el punto de vista tecnológico, la articulación de este paso previo no supone dificultad alguna y, desde luego, desde el punto de vista jurídico, ofrece mayor seguridad para el órgano delegado que la antigua comunicación verbal del acto (pues existe constancia de la autorización de firma y una perfecta identidad entre el acto aprobado y el acto firmado). Solo así se garantiza que quien ejerce la competencia es realmente el titular de la misma y no el delegatario de la firma, cuyo cometido se ciñe efectivamente al acto material de la firma.

Pero, llegados a este punto, la cuestión es ¿por qué no firma el acto el titular de la competencia, pues materialmente la actuación de firma (un click en la aplicación) es la misma que se requiere para autorizar la propuesta. Con esta delegación exclusiva de la firma no solo no se obtiene celeridad alguna, sino que se añade al procedimiento un trámite adicional desprovisto de todo valor y, por tanto, contrario al principio de racionalización y agilidad de los procedimientos administrativos (art. 3.1 LRJSP), así como fuente de confusión para el interesado (con una persona que decide y otra que firma).

Pero lo cierto es que en la praxis administrativa no es este el modo de proceder en no pocos casos de delegación de firma. Por simples motivos de descarga de trabajo, los titulares de los órganos a menudo delegan la firma en una materia o serie de asuntos (con un alcance general, similar al de la delegación de competencias), y en tales casos las propuestas de resolución en los asuntos relativos a las competencias con delegación de firma pasan directamente al portafirmas del titular del órgano o unidad delegada, sin que intervenga el titular del órgano delegante. Y es una ficción que el órgano delegado consulte al delegante cada asunto antes de su firma. De este modo, la competencia es de facto ejercida por el titular del órgano o unidad delegada. Y se ejerce la competencia sin las garantías procedimentales previstas para la delegación de competencia (sin publicación de la delegación) y pudiendo alcanzar a competencias delegadas, con claro fraude a la ley y, en su caso, a la confianza del órgano que delegó la competencia (puesto que la delegación de firma no debe ser autorizada).

Es evidente que este modo de proceder socava las garantías administrativas, pues el interesado (al que no se notifica la delegación de firma) solo conoce la delegación de firma cuando se le notifica el acto, sin que haya podido ejercer, en su caso, su derecho a la recusación. Es claro también que los actos adoptados en estas condiciones están viciados de incompetencia, y por ello son anulables. Pero, sobre todo, ¿quién responde de la adopción de un acto ilegal en estos casos? El delegatario podrá aducir que los actos firmados por delegación de firma se consideran dictados, «a todos los efectos», por el órgano titular de la competencia (tal como declara art. 11 Ley 26/2010 de Cataluña). Pero el delegante podrá alegar, a su vez, que no tuvo intervención alguna en la aprobación del acto… Como sabemos, nada peor que un poder sin responsabilidad.

En definitiva, en el actual escenario de administración electrónica, si la delegación de firma se ciñe a la mera materialización de la firma del documento, carece por completo de sentido, pues al titular del órgano delegante le supone el mismo tiempo y esfuerzo autorizar la firma de uno o cien actos, que firmarlos directamente (y todo ello ampliamente facilitado por las actuales plataformas de firma electrónica). Y si, por el contrario, se hace un uso de la delegación de firma a modo de cheque en blanco, estamos ante una delegación de competencias encubierta, que no respeta las garantías legales y genera confusión sobre su alcance y sobre la responsabilidad por la actuación.

Por todo ello, entiendo debería reconsiderarse la figura de la delegación de firma de la Ley 40/2015, mientras que para los casos singulares en que pueda ser necesario el ejercicio verbal de la competencia basta con mantener el viejo precepto de la Ley de 1958 que actualmente recoge la Ley 39/2015 (art. 36.2).

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