¿Prevaricación por omisión? ¿O no lo es tener que incentivar el cumplimiento de leyes aprobadas, en vigor y por tanto aplicables?
Como se recordaba recientemente en este blog, “Las leyes son para ser cumplidas”. En efecto: tenemos muchas normas. Cumplimos pocas. Legislamos –todos- por encima de nuestras posibilidades. Y no somos eficientes –ni siquiera eficaces- en su ejecución y seguimiento.
Tengo un amigo finés (de Finnia, vaya, de Finlandia). Se lo explico. Me mira perplejo. Le reprocho su mirada escéptica, de asombro. Me examina de arriba abajo, mueve la cabeza, no da crédito.
Y me surge la idea. Propuesta de tesis: Cuantificar datos y elaborar estadísticas para obtener lo que denominaríamos Coeficiente de cumplimiento. Y su apostilla o corolario: la elaboración de un modelo sistémico de control y seguimiento de dichos –eventuales- incumplimientos.
Algo debería pasar cuando no pasa nada. Ya lo apuntamos en este mismo foro . Porque todos conocemos, en todos los sectores, muchos profesionales, muchos cargos públicos, muchos magistrados, muchos funcionarios que conocen las normas que hay que cumplir y que reconocen ser conscientes –con mayor o menor rubor- que, de hecho, gran parte es papel mojado. ¿Y no pasa nada? ¿Y se mira hacia otro lado?
Veamos un ejemplo: El Tribunal de Cuentas del Reino (o su filial cámara autonómica de Cuentas), al realizar la auditoría de un ayuntamiento medio (de muestra, un botón, pero hay más de uno), comprueba, acredita y concluye que el presupuesto del año “X” incumple frontalmente el art. 135 de la Constitución de 1978, al no prever, en las partidas presupuestarias correspondientes, la necesaria consignación para atender el pago de los compromisos económicos derivados, con arreglo a Derecho, tanto en amortización como en intereses, respecto a operaciones financieras y de crédito en su día formalizadas contractualmente.
Acreditada esta circunstancia por los auditores, también se constató en los expedientes analizados que dichos presupuestos fueron por éstos motivos –entre otros- informados desfavorablemente por la Intervención Municipal, advirtiéndose con carácter previo y de forma expresa y precisa, de la manifiesta ilegalidad que suponía aprobarlo en esas condiciones.
¿Pasó algo después de publicarse ese Informe tan explícito por el máximo órgano de control externo de las entidades locales? Pues no. Ahí es cuando veo sudar a mi amigo finés, que atónito se retrepa en su silla. Lo noto incómodo. No sabe dónde meterse. Para tranquilizarlo, le digo que dos años después, ese presupuesto municipal ha sido anulado por la jurisdicción contencioso-administrativa con motivo de un recurso que interpusieron (a su cargo, con recursos propios) determinados concejales que lo votaron en contra, precisamente por los mismos motivos que el Tribunal de Cuentas también ha criticado.
Mi amigo respira algo más relajado, hasta que se le corta el gesto cuando le digo que, no obstante, de esa anulación no se deriva consecuencia alguna. De hecho, quienes votaron favorablemente tamaña tropelía de presupuesto, después de todo ello, conservan su escaño, e incluso hacen ruedas de prensa alardeando precisamente de aquello.
Atónito (mi amigo), definitivamente, tira la toalla, renuncia ya a entender nada. Como lo veo debilitado, decido “rematarlo” –somos también así, en este país-, y para ello le cuantifico las cantidades que en ese período de tiempo se han convertido en exigibles para las arcas municipales, contando las cantidades principales, los intereses de demora, los recargos, las costas procesales o los honorarios de abogados y procuradores. Hago una suma rápida y le comparo el coste financiero “normal” derivado de los contratos en su día firmados (si se hubieran presupuestado legalmente) y el real actual, derivado de los constatados incumplimientos.
Las cifras marean, y el finlandés abatido, con el poco ánimo que le queda, aun saca fuerzas para preguntar quién pagará finalmente ese sobrecoste derivado de la ilegalidad, y si algún Juzgado o Ministerio Fiscal ha hecho algo en ese sentido. Tras un solemne silencio –la ocasión lo merece- y un mudo pero expresivo gesto de encogimiento de hombros, leo pausadamente los arts. 10 y 404 del vigente Código Penal https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-1995-25444 acerca de la prevaricación por omisión. Incluso le cito alguna sentencia.
Lo dicho, somos “país de pandereta”, una sociedad que ve normal –quizás porque, superada ya la cuota de asombro ya no mira-, más allá de la broma fácil en la barra de bar (y aquí todos coinciden, desde banqueros o empresarios a magistrados, desde concejales o consejeros a trabajadores y funcionarios) que ve normal, digo, y que asumamos resignados este tipo de atropellos y sinsentidos.
Así nos va. Y es que, efectivamente, esto no es Finlandia.
Está claro: corrupción sistémica.
Pregunta: ¿cómo creer en unos políticos que permiten/desarrollan/fomentan/perpetúan ese sistema?
¿Alguien puede extrañarse del voto a partidos/opciones nuevos y diferentes?
¿Alguien puede extrañarse de una abstención?