De lobbies y más conceptos jurídicos indeterminados

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El principio de responsabilidad objetiva plena de las Administraciones lleva cuestionándose, por razones prácticas, corporativas y presupuestarias, desde hace algunas décadas y ha pasado de ser el orgullo jurídico nacional a una rémora para las entidades públicas. Todos sabemos la razón de la renuencia de las Comunidades Autónomas a recibir la transferencia de algunas infraestructuras que pertenecieron a la red viaria principal del Estado y sus quejas derivadas del monto indemnizatorio por razones de asistencia sanitaria. O en el ámbito local, las reclamaciones consecuencia de caídas de viandantes por baldosas bailarinas. Y la cuestión, me atrevo a añadir, es si, indirectamente, no se está sorteando ya  esa responsabilidad objetiva general con reformas que han ido aún mucho más allá de la acaecida en 1999. Tal sería el caso de la operada por la Ley 6/2014, de 7 de abril, por la que se modifica el texto articulado de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, aprobado por el Real Decreto Legislativo 339/1990, de 2 de marzo, cuya Disposición adicional novena, relativa a la responsabilidad en accidentes de tráfico por atropellos de especies cinegéticas, dispone que:

“En accidentes de tráfico ocasionados por atropello de especies cinegéticas en las vías públicas será responsable de los daños a personas o bienes el conductor del vehículo, sin que pueda reclamarse por el valor de los animales que irrumpan en aquéllas.

No obstante, será responsable de los daños a personas o bienes el titular del aprovechamiento cinegético o, en su defecto, el propietario del terreno, cuando el accidente de tráfico sea consecuencia directa de una acción de caza colectiva de una especie de caza mayor llevada a cabo el mismo día o que haya concluido doce horas antes de aquél.

También podrá ser responsable el titular de la vía pública en la que se produzca    el accidente como consecuencia de no haber reparado la valla de cerramiento en        plazo, en su caso, o por no disponer de la señalización específica de animales   sueltos en tramos con alta accidentalidad por colisión de vehículos con los mismos”.

Esta modificación no sólo es censurable por obedecer, sin duda, a la presión de las sociedades de caza y las compañías de seguros que, al igual que cualquier otro sector o gremio, incluido el de los automovilistas (gran derrotado con este cambio), no deben influir determinantemente en las decisiones del legislador, que ha de procurar la satisfacción de intereses generales y no de lobbies de cualquier tipo, sino porque limita el ámbito constitucional de la responsabilidad por funcionamiento de los servicios públicos a un supuesto de negligencia o inactividad en el caso de que no se repararan las vallas de cerramiento de autovías y autopistas o que no se hubieran colocado señales verticales de peligro por presencia de salvajina. Tampoco es consciente el influido legislador de que el titular de la vía, como regla general, no responde si existe un contrato administrativo; no ya de concesión de explotación sino de mero servicio de conservación. Así lo señala el artículo 214.1 del Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público, aprobado por Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, que debe ponerse en relación con el artículo 60 de la Ley 55/1999, de Medidas fiscales, administrativas y del orden social, donde se regula, como modalidad del contrato administrativo de servicios, el de conservación de autovías.

Pero no menos preocupante en esta reforma, técnicamente deficiente, es la acuñación de un nuevo concepto indeterminado: que  el accidente se produzca “como consecuencia de no haber reparado la valla de cerramiento en plazo”. ¿Qué plazo es ése? Si acabo de decir que el autor o el instigador de la ley alude a la Administración titular de la vía y no –con manifiesta ignorancia- a su contratista conservador, al que el pliego de cláusulas particulares sí le fija frecuencias de revisión y reparación de vallado, ¿qué plazo tiene la Administración, gestora directa, para reparar y no incurrir en responsabilidad? En la ley no hay ninguno y las entidades públicas no se fustigan fijándose calendarios para reponer o suturar los boquetes de los jabalíes y otras alimañas. Y es lo que nos faltaba, en un tema muy sensible que trae en jaque a jueces y letrados.

Ese “en plazo”, nos remite, porque aún es más intranquilizador, a la polémica derivada del artículo 106 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre [pronto, artículo 110 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre]. Como sabemos, según dicho precepto, las facultades de revisión no podrán ser ejercitadas cuando por prescripción de acciones, por el tiempo transcurrido o por otras circunstancias, su ejercicio resulte contrario a la equidad, a la buena fe, al derecho de los particulares o a las leyes. ¿Cuánto ha de ser ese tiempo transcurrido que desactiva la potestad revisora de oficio? Porque, previamente, la misma Ley procedimental común, nos había dicho, que vista la insubsanabilidad de los actos radicalmente nulos, éstos podían revisarse en cualquier momento. Y hemos de preguntarnos ¿qué es más precisa? la expresión “en cualquier momento (…) declararán de oficio la nulidad” (art. 102.1, futuro 109.1)  y, similarmente, “podrán, asimismo, rectificar en cualquier momento (…) los errores…” (105.2, inminente 109.2) o, diversamente, la de “no podrán ser ejercitadas cuando (…) por el tiempo transcurrido…” A mi entender, como he escrito en más de una ocasión, no cabe duda que la primera, ya que en cualquier momento es siempre: hoy, mañana o dentro de cinco años. Inversamente, desconocemos cuál es el tiempo transcurrido. La primera fórmula es un incertus certus y la segunda un absoluto incertus incertus. Quizá por ello la nueva Ley 39/2015, al referirse a las facultades revocatorias de los actos de gravamen (otra potestad espinosa tentada de arbitrariedad) ha preferido ceñirse, creo que acertadamente para evitar esta polémica. a “mientras no haya transcurrido el plazo de prescripción”. Pero el Tribunal Supremo, en lo que entiende una colisión de la legalidad versus la seguridad jurídica, se ha inclinado por la primera impidiendo, por tanto, revisiones de actos con nulidad ex tunc, lógicamente, fijando esa antigüedad “a ojo”, lo que no es precisamente un canto a la seguridad jurídica. La sentencia del TS de 22 de abril de 1971, entendió que esta limitación sólo afectaba a los actos anulables; pero a partir de la STS de 29 de abril de 1974, ratificada el 11 de mayo de 1981 (y hasta la fecha), se extiende a los nulos, “constituyendo un mentís a la regla quod nullum est non potest tractus tempus convalescere.

Y lo cierto es que la CE no prioriza un principio sobre otro en el artículo 9.3. Es más: cita en primer término el de legalidad, reiterado además en los artículos 25.1, 103.1 o 106.1. Sin desconocer la poca concisión o autonomía de la seguridad jurídica: una de las primeras sentencias del Tribunal Constitucional, la 27/1981, de 20 de julio de 1981, vio en la seguridad jurídica una “suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad…”, o lo que es lo mismo, un “totum revolutum” poco edificante y didáctico. El profesor SAINZ MORENO precisaría hace dos décadas que “la seguridad jurídica garantizada en el artículo 9.3 de la CE significa que todos, tanto los poderes públicos como los ciudadanos sepan a qué atenerse, lo cual supone por un lado un conocimiento cierto de las leyes vigentes y, por otro, una cierta estabilidad de las normas y de las situaciones que en ella se definen. Esas dos circunstancias, certeza y estabilidad, deben coexistir en un estado de Derecho”. Pero es evidente que, por lo afirmado, la legalidad nunca ha de ir a remolque de la seguridad, como entiende el Tribunal Supremo en este caso. Y esta falsa prioridad, beneficia, en el mayor número de casos, a la Administración infractora grave del ordenamiento con actos sin embargo inatacables por el incierto tiempo transcurrido, según apreciación a la postre de unos tribunales sometidos a la ley que, en este caso, es manifiestamente imprecisa.

Por tanto, lo que nos faltaba con esta nueva coletilla del cerramiento “en plazo”. Está claro que el legislador inclinó la balanza exculpatoria sobre el lobby que había ganado este round y la finura jurídica resultaba cuestión baladí. Lo malo es que los guantazos también van a recaer sobre los aplicadores jurídicos. Parodiando, respetuosamente, a León X que, en 1520, expidió una bula en la que refriéndose a Martín Lutero (cuya excomunión se levantó en 1999), dijo que “un jabalí salvaje ha invadido la viña [del Señor]», podría decirse, que viendo que los jabalíes irrumpen continuamente en la calzada el legislador de 2014, al abordar el problema ha creado un cisma interpretativo notable. Hay dos colectivos que defienden su ortodoxia pero yo, como tantos, me declaro en esto protestante.

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