Cada vez hay más directivos públicos que necesitan tener competencias orales para exponer sus proyectos en distintos foros: a un grupo numeroso de empleados públicos, a un grupo de cargos electos acompañados de sus asesores, a colegas en seminarios, foros y congresos especializados extramuros del ayuntamiento, etc. El primer problema al que se enfrentan es el de combatir lo que podríamos denominar el miedo escénico.

¿Quién no ha tenido miedo escénico cuando impartió su primera exposición interna, ponencia o conferencia importante? El miedo escénico a las intervenciones públicas lo han padecido todos los directivos públicos. Es lo normal y lo preocupante sería no haberlo sentido nunca. El miedo es el ingrediente que salva la vida a los toreros ya que con este estímulo salen a los ruedos concentrados y tensionados. A mi esta sensación que combina la preocupación con la excitación me duró bastantes años al inicio de mi carrera profesional. Cada clase era un reto, cada conferencia y curso fuera de la Universidad tenía el peaje de las horas previas en las que me sentía preocupado y expectante. Lo recuerdo con nostalgia y con un aroma agridulce: era duro pasar estos momentos de incertidumbre pero también tenían su encanto estos desvelos que, después de ejecutar con éxito la sesión, me parecían pueriles. Pero era muy positivo este miedo previo ya que me estimulaba a prepararme mejor, a repasar los temas y a concentrarme. Recuerdo, en mis primeros años, que después de una clase o conferencia terminaba agotado y no tanto por la sesión sino por la gestión de los temores previos. Y este síntoma de inseguridad me acompañó durante muchos años (quizás la friolera de 10 años; no lo recuerdo bien), sensación ahora incompresible para mí ya que el resultado casi siempre era aceptable. Ahora ya no me sucede y entro en una clase o en una conferencia como el que accede al metro ya que forma parte de la rutina. Pero siempre, e incluso ahora, en algunos momentos sigue apareciendo el miedo escénico: una clase difícil, una conferencia con asistentes muy relevantes, un acto en un auditorio con mil asistentes, una sesión en Harvard, etc. Incluso aparece este fenómeno en situaciones no tan extremas. Llevo tanto tiempo en el oficio que a veces tengo miedo escénico y no me doy cuenta. Siempre que empiezo una sesión importante hago el siguiente ejercicio: pongo agua en el vaso y tomo un sorbo. Me sorprende la cantidad de veces que me tiembla la mano y descubro que padezco de miedo escénico. Muchos de los lectores que me conocen no deben dar crédito a lo que aquí comento ya que no podían sospechar que un ponente como yo, que siempre han visto con aplomo y relajado, tuviera seguramente en su intervención pública como compañía el miedo escénico. En cursos especializados creo que te enseñan técnicas para combatir estas situaciones. Seguro que son interesantes, pero yo no las conozco ya que soy totalmente autodidacta y jamás he recibido ningún curso de este tipo. Pero mi consejo es que si alguien tiene algún problema grave con esta sensación asista a uno de estos cursos ya que tengo la intuición que son muy útiles. Personalmente, sobre este tema, solo puedo explicar dos trucos para vencer el miedo escénico: uno, agarro con fuerza el bolígrafo que lo tomo como punto de apoyo y me aporta seguridad. Dos, siempre empiezo la sesión con un tema o una idea que me resulte extraordinariamente fácil ya que el problema es empezar y a los dos minutos uno esta tan concentrado en sus argumentos y en el dominio de la función que el miedo escénico desaparece por arte de magia. Ah… y si me tiembla la mano cojo la botella de agua, que es más fácil, o agarro el vaso con las dos manos. A los pocos minutos ya no te imponen los ministros que estén sentados en la sala, o los familiares (no hay peor situación para mí que estén en el auditorio familiares) o las decenas de personas que están pendientes de ti. Solo reiterar que tener miedo escénico es natural e incluso sano para mantenerse en tensión y no relajarse. Nos sorprendería saber que consagrados artistas de la farándula siguen padeciendo miedo escénico antes de una de sus actuaciones.

El tiempo es una de las variables más importantes que hay que manejar durante una sesión pública y no dejan de sorprenderme los garrafales errores que suelen cometerse con este ítem. Lo primero que hay que precisar es que las intervenciones en nuestra profesión oscilan entre 10 minutos (una exposición breve en una mesa redonda) a 2 horas seguidas. La gestión del tiempo es más difícil cuanto más corta es la intervención. Hacer un buen discurso en 10 minutos tiene su enjundia. Es muy típico en intervenciones cortas empezar hablando del poco tiempo que se dispone y de lo breve que va a ser uno. Mal inicio ya que si no hay mucho tiempo y todo el mundo lo sabe no tiene sentido empezar a lapidarlo diciendo obviedades. Y ojo con todos aquellos ponentes que van de sobrados y comentan en público (o antes en privado) que de los 10 minutos les va a sobrar la mitad ya que son precisamente los que se les acaba el tiempo sin finalizar ni tan siquiera la parte introductoria. Hace poco participé en una mesa redonda sobre las tecnologías de la información  en el siglo XXI y el ponente, que más se jactaba antes de la sesión de que sería muy breve, tuvo que terminar su intervención cuando estaba en medio de la introducción histórica y andaba comentando… ¡la invención de la imprenta! Otra correlación que casi nunca falla en intervenciones muy breves es que el que proyecta un Power Point no acaba nunca como es debido. En las intervenciones cortas yo aconsejo no andarse ni un segundo por las ramas y decir el objetivo de la intervención, la idea central y luego explicarla. Además, no sería mala estrategia hacer antes un ensayo para comprobar que lo que se desea comentar se va a poder hacer en 10 minutos. Y el mismo planteamiento creo que hay que utilizarlo en las intervenciones que duran como máximo una hora, que son en las que se cometen más errores y suelen dejar al auditorio con el mal sabor de un coito interruptus. La verdad es que para mí es incomprensible la generalizada mala gestión del tiempo de muchos directivos, que tiene una importancia crucial de cara el buen rendimiento o no de una sesión. Personalmente creo que, salvo excepciones patológicas, es un indicador de falta de profesionalidad que parece un pecado venial pero realmente suele ser, en muchas ocasiones, un pecado mortal. Y un consejo final: no miren en exceso el reloj que distrae y estresa al auditorio, como mucho hay que mirarlo de reojo.

En relación con las intervenciones largas (entre 1 y 2 horas) los problemas son radicalmente distintos: las distracciones, el tedio o aburrimiento, la pérdida del hilo argumental por parte del ponente o de los asistentes, etc. Una intervención larga debe ser muy ordenada y estructurada: los asistentes deben saber de antemano la estructura, los objetivos y el ponente debe ir desgranándolos. El tedio se combate con ejemplos curiosos e interesantes e incluso con anécdotas. Una clase o sesión larga debe ser lo más dinámica posible, hay que hacerla de pie, gesticulando, favoreciendo la participación de los asistentes. Es muy raro que una conferencia se prolongue más de una hora, pero hace poco impartí una que tenía una duración espectacular: ¡3 horas! Fue una experiencia difícil, allí sentado y estático y mantener el estado de tensión en el auditorio durante tanto tiempo. Pero si el relato es interesante, se explica de forma sencilla y amena todo es posible. A partir de mi experiencia, creo que la mejor metodología en sesiones largas es que tener una estructura muy bien definida sobre los temas e ideas que se desean transmitir. Después, empezar con un tema e idea sencilla y amena y así enganchar al auditorio. Luego se prosigue con la parte más dura conceptualmente aprovechando que el público está fresco y expectante, para finalizar con los temas y argumentos más suaves y más amenos. El objetivo es mantener la frescura de la intervención. El truco consiste en pensar más en cómo se va a explicar, en qué orden y con qué recursos que en el contenido mismo del tema. Es decir, nuestro trabajo como directivos consiste en definir los contenidos, pero nuestro trabajo como comunicadores consiste en planificar, diseñar e implementar con preparación e inteligencia el continente. En el continente reside el éxito o el fracaso de cualquier intervención pública. A muchos directivos cuando les pregunto si tienen preparada su intervención me responden: sé lo que voy a decir a este público. Buena respuesta, pero es insuficiente y tendría que ser: sé lo que voy a decir y sé cómo decirlo. En el qué decir está el experto en cómo decirlo está el comunicador, el docente. Uno puede pensar que mis intervenciones son tan planificadas y tan estructuradas que deben ser anodinas e incluso fordistas. Como si uno ejecuta el play back y empieza a gesticular. Pues la verdad es que suele ser todo lo contrario: son intervenciones que suelen aparentar ser muy espontaneas e incluso parecen improvisadas. Todo se desarrolla de forma fluida, casi coloquial ya que realmente sí que se improvisan algunos argumentos o ejemplos y puedes permitirte el lujo de hacer disgregaciones que los oyentes incluso creen que el ponente se está perdiendo y se va por las ramas… pero luego regresa al tronco central. La ventaja de tenerlo todo tan preparado y estructurado es que se han elegido los árboles a tratar, el auditorio lo sabe de antemano y luego se salta de árbol en árbol como un mono dialéctico y puedes permitirte el lujo de entretenerte en algunas ramas sin perderte por el bosque de las palabras.

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