Narro brevemente un sucedido personal -perdón- del que extraigo una conclusión general, Vamos por partes. Hace mes y medio me sabotearon una cuenta bancaria con una supuesta transferencia a una ONG -tiempos solidarios de pandemia- que nunca había realizado. Resumiendo, se trataba de un “phishing” que había clonado con exactitud la Web de la entidad y que, al introducir las claves habituales, advertía de que me llegaría un código de confirmación que, a la postre, era un traspaso “inmediato”, de los que impusieron hace bien poco las instituciones europeas, a una cuenta “mula”.
Advertido de inmediato, llamé al número central “ad hoc” del Banco, donde me dijeron que la retrocesión no era posible al tratarse de una transferencia instantánea. Eso sí: por su cuenta y riesgo me bloquearon cuenta y tarjetas, creándome, durante cuarenta días, sensibles perjuicios, pese a que les señalé, también en mi oficina local, que, según mi operador telefónico y un informático profesional, mi teléfono estaba limpio y las tarjetas ni las había usado. El problema era del Banco y de su seguridad informática, pero ya se sabe: mejor echar balones fuera.
Abrevio: tras la denuncia policial, su ratificación en el Juzgado de Instrucción y más de una docena de visitas a la diligente subdirectora de mi sucursal, con nuevo escrito a la unidad de reclamaciones, los investigadores localizaron al titular de la cuenta de destino, miembro, muy posiblemente, de uno de los cárteles más famosos del mundo criminal. Están los interrogatorios en marcha y ojalá acabe imperando la ley y se desarticulen, juzguen y condenen a estos malhechores.
Por fin, después de tantas vicisitudes, el Banco no tuvo otra que reponer lo que, por su negligencia o imprevisión me habían estafado. Seis semanas, no estuvo mal.
Pero, relatada la peripecia, con final feliz en lo que me concierne, está el tema social. Durante todo este tiempo he preguntado si la entidad financiera se había personado en las diligencias judiciales ya que, al fin y al cabo, de sus arcas salió la retrocesión a mi cuenta por el fraude. La respuesta es no. Ni siquiera cuando, en un buen trabajo de policía e instructora, se averiguó quién era el primer responsable de la fechoría. Ni ampliación de la denuncia, ni querella, ni nada. ¿Pólvora del Rey? Estos bancos -hablo de una entidad muy importante-, tienen más supuestos juristas en nómina que todos los tribunales del país. ¿No les importa perder una cantidad que no era exigua y que, según la Guardia Civil, no sólo se había detraído irregularmente de mi cuenta? Es curioso; este sector, no ha tanto rescatado como una princesa de cuento, paga y calla y hasta la próxima.
Confieso que me ha sorprendido tal práctica pasiva. Y hasta he llegado a pensar si es que, con los citados rescates, las no lejanas inversiones de clientes inexpertos, por las que están recibiendo tantas condenas y las comisiones leoninas, los que estamos pagando lo sustraído por delincuentes y no perseguido por la entidad perjudicada somos los ciudadanos de a pie. Esos a los que el Estado nos obliga a abrir cuentas para las nóminas, para pagar bienes y servicios de prestación virtual con tarjeta o para abonar lo que rebase el exiguo límite de las transacciones en metálico. Son muchas cosas dignas de reflexión.
Pero también recuerdo un sucedido similar, ocurrido hace algunos años. Denuncié en mi compañía de seguros del automóvil -también potentísima- un golpe trasero que, por no guardar la distancia, me asestó una camioneta cuyo conductor se dio a la fuga y al que, para pillarle, tuve que hacer una persecución de película. Cuando llegué con los datos a la oficina de la aseguradora, me soltaron que, para un golpe tan exiguo, lo pagaban ellos y sanseacabó. Por orgullo -con lo que me había costado dar con el infractor- les exigí actuaciones. A regañadientes, el tema acabó en juicio al que el abogado de la compañía llegó tarde, cuando estaba concluso y en el que yo, con gran laxitud por parte del órgano judicial, pese a ser testigo y perjudicado, había defendido “de facto” a quien me aseguraba. Como era de cajón, fue condenado el responsable del alcance, lo que, lógicamente, benefició a mi compañía, de la que sigo, lustros después, esperando una excusa o un agradecimiento. Obviamente, mi coche pasó de inmediato a estar protegido por otra entidad. Repito: ¿pólvora del Rey? ¿Atar los perros con longaniza? Pues no nos esperan buenos tiempos, precisamente.