El lobo avanza. Ya ha llegado a la sierra de Madrid, a Aragón, a las mesetas cerealistas. Y lo que es una buena noticia para la naturaleza y una muestra cierta de salud natural, evidencia, también, el retroceso del Hombre. El lobo avanza porque el Hombre retrocede. El lobo amplía sus hábitats porque el Hombre los abandona. Más allá de las medidas proteccionistas, el lobo prolifera porque ocupa los enormes espacios vacíos que genera la despoblación rural. Nos alegramos por el lobo, pero nos preocupamos por el futuro de nuestros pueblos, de nuestra agricultura, de nuestra ganadería tradicional y de nuestra cultura rural. El campo se abandona sin remisión en grandes zonas de España dejando a sus espaldas páramos despoblados, paraísos naturales y lugares espectrales en cuyas ruinas flotan los fantasmas de nuestros antepasados, olvidados, abandonados y solos.
El éxito del ensayo de Sergio del Molino, La España vacía, tuvo el mérito de poner sobre la mesa de debate una realidad tan ignorada como contundente. En tan solo unas pocas décadas, la España interior se ha despoblado por completo, alcanzando en algunas provincias densidades de población siberianas. Pueblos fantasmales que se desmoronan con un enorme bostezo en piedra de melancolía y olvido. Y el proceso, lejos de menguar, se acelera e intensifica. El tumor del despoblamiento, antes reducidos a zonas concretas de Castilla-León y Aragón, se extiende por la práctica totalidad de las regiones españolas, con incidencia diversa, es cierto. Huimos de los pueblos del interior para emigrar a las capitales de provincias, a las grandes ciudades y a la costa. Los jóvenes, salen del pueblo para estudiar y ya no regresan nunca. Y los que quedan envejecen sin remedio.
Para que el fenómeno del despoblamiento haya alcanzado tal incidencia y velocidad se han debido combinar, de manera simultánea, varios factores. De una parte, la natural pulsión de las personas jóvenes por emigrar a las grandes ciudades, donde encuentran mayores oportunidades profesionales y laborales, al tiempo que un modo de vida supuestamente más atractivo y estimulante. Por otra parte, el acusado proceso de envejecimiento de la población, motivado, sobre todo, por la acusada caída de la natalidad. Y claro, así, no hay manera. Si a esto unimos el dificultoso acceso a los servicios básicos de amplias zonas rurales y sus insuficientes comunicaciones, es normal que abandonemos los pueblos para entregar sus dominios al lobo, que toma el relevo como rey de la naturaleza salvaje.
Y en esa estábamos cuando el nuevo dato demográfico que acabamos de conocer nos sacude con la contundencia de un puñetazo de Clasius Clay. La información nos aturde, nos confunde. El INE ha dado a conocer la evolución de la población durante el primer semestre de 2017 y el resultado es desalentador. España vuelve a sufrir más defunciones que nacimientos, lo que arroja una pérdida natural de población (sin contar el saldo de las migraciones) de 32.132 personas, el peor dato de la serie desde que comenzara en 1975. Durante esos seis primeros meses del año nacieron 187.703 personas, lo que significa caer de los 200.000 nacimientos por vez primera desde finales de los noventa, agravado ahora por una población actual superior en 6,5 millones a la que teníamos en aquel momento. La causa de este récord en decrecimiento vegetativo tiene dos causas bien conocidas. Por una parte, el envejecimiento de la población, que irá incrementando el número de fallecimientos anuales progresivamente y, por otra, la caída de la natalidad probablemente motivada por la severa crisis económica que hemos padecido. Es cierto que la inmigración vuelve a presentar saldos positivos y que continuará aumentando durante estos próximos meses, pero esa inmigración se dirigirá, preferentemente, a las zonas más pobladas y ricas, donde el trabajo es más fácil de encontrar. Pocos de ellos irán al campo, que seguirá su senda de despoblación. Los pueblos se abandonan y los que se marchan, como las golondrinas de Bécquer, esos, no volverán.
Existen diversas escuelas de pensamiento que recomiendan el crecimiento cero, no sólo en población, sino también en PIB, como única receta válida para la real sostenibilidad. No crecer, congelar el crecimiento, podría ser una razonable fórmula teórica. Pero, ¿es sostenible económicamente? ¿Aceptarían los votantes un horizonte de estancamiento económico? ¿Qué hacemos entonces? ¿Nos resignamos a perder población y al abandono de nuestros pueblos? ¿Es bueno o malo que la naturaleza avance y que nosotros retrocedamos? ¿El regreso del lobo es una maldición o un acto de desagravio y justicia con nuestra castigada naturaleza? ¿Es sostenible una sociedad que envejece y que pierde población? Por el contrario, ¿sería sostenible una sociedad que creciera sin cesar? ¿Cuál es el punto de equilibrio adecuado? ¿Se puede/debe compensar el déficit demográfico con mayor inmigración? ¿Se podrá invertir el flujo del éxodo rural? ¿Cómo pagaremos nuestras pensiones?
Dejamos estas preguntas en el aire mientras recorremos los parajes de las montañas de León, tan hermosos como vacíos. Los pinares entonan su salmodia al dios de la naturaleza que los ampara. Y nos sentimos, entonces, cerca del lobo y lejos del Hombre, al igual que Méjico se encuentra – como dicen ellos – tan lejos de Dios como cerca de los Estados Unidos. Decidimos regresar a la gran ciudad, al bullicio, al vértigo, al atasco, a internet. Y al llegar a las primeras luces, a las barriadas bulliciosas, a los polígonos contaminados, sabemos que dejamos atrás el campo, hoy un agujero negro poblacional, donde antaño reinó el arado y la oveja y donde hoy aúlla el lobo ancestral que regresa triunfante, para, probablemente, quedarse ya por siempre.