Seguimos hablando de la postpandemia con un cierto sentido contradictorio. Por un lado, el término parece obedecer a una nueva realidad, en gran medida alusiva a la situación resultante de la superación del COVID-19; como si el escenario excepcional se hubiera suplido por una nueva normalidad. Pero, por otra parte, somos conscientes de que la crisis sanitaria mundial tiene derivaciones notables en todos los sectores de la sociedad y, obviamente, de los poderes públicos. La postpandemia es, en este sentido, un haz de consecuencias y tratamientos absolutamente dinámico.

Pero es que, como en las profecías evangélicas sobre las calamidades y desastres que precederán al fin de los tiempos, los siniestros de gran magnitud no han dejado de sucederse desde que la vacunación universal -un orgullo en el caso de la Europa de los ciudadanos- minimizó la letalidad del virus. Tras una erupción volcánica ha llegado una DANA sobre la que los juristas -y en última instancia la Justicia- tendrán mucho que calibrar para diseccionar competencias, atribuir responsabilidades y cifrar los derechos eventuales de los damnificados. La diferencia entre indemnización debida y ayuda, como medida de fomento, no va a ser sencilla, como en no pocos supuestos del pasado.

Creo que, como intentaré explicar en sucesivas aportaciones a este blog, es hora de redimensionar la fuerza mayor. Concepto que nunca ha sido del todo pacífico en su amplitud y exigencias liberatorias y que, en el caso del Código civil, ni se distingue debidamente del caso fortuito, lo que ya ocurría en las concepciones de algunos autores romanos, en lo que se llamó la doctrina monista y aún en el gran Diccionario Razonado de don Joaquín Escriche, en mitad del siglo XIX vemos como sinónimas ambas instituciones liberatorias.

La fuerza mayor está presente en las regulaciones contractuales (artículos 239, 254, 270 o 290 de la Ley de Contratos del Sector Público) y extracontractuales (véase el artículo 106.2 de nuestra Constitución). La historia de esta figura es milenaria, aunque, curiosamente, algún autor clásico, posterior al año 79, no citara entre los ejemplos la destructiva lava que sepultó Pompeya y Herculano. Pero esto es una anécdota.

El Derecho Administrativo es, en gran medida, tributario de los principios y normas del Derecho civil, aunque, especialmente en el campo de la responsabilidad patrimonial -que ahora quiere restringirse, en algún caso desde supuestas originalidades proestatales-, el Derecho público interno ha demostrado mejor evolución y más claridad para discernir las notas diferenciadoras del caso fortuito. También la historia jurisprudencial y doctrinal de la “vis maior” en la contratación pública es digna de reconocimiento por su originalidad y garantismo.

En el ámbito iusprivatista, se ha barajado en la pandemia el principio “rebus sic stantibus” como alternativa más realista a las situaciones derivadas de la pandemia. Segismundo Álvarez Royo-Villanova es uno de los autores que pioneramente han visto esta cuestión, descartando una invocación masiva y tosca de la fuerza mayor en el ámbito contractual porque ha de interpretarse restrictivamente el concepto de imposibilidad. Y así recuerda que la STS 597/2012 de 8 de octubre dice que «en cuanto a la imposibilidad sobrevenida, … ha de hacerse una interpretación restrictiva y casuística, atendiendo a «los casos y circunstancias particulares»». Y concluye que «el que el imprevisto implique un retraso en el cumplimiento no supone ni que el obligado quede liberado ni que el acreedor pueda resolver. Como señala la STS 820/2013 de 17 de enero, la imposibilidad ha de ser definitiva y no meramente coyuntural». Pero la concatenación de efectos y los nuevos desastres naturales con costes públicos y de seguros estratosféricos, nos llevan a pensar que lo coyuntural se está volviendo estructural y muy singularmente para el campo de los servicios y responsabilidades públicas El pasado 5 de noviembre, la autoridad ministerial de Trabajo avanzó que, a pocos días de la tragedia de las inundaciones, ya se habían solicitado 31 expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) por fuerza mayor, que afectaban a 300 trabajadores, y otros 44 más de los que no se han detallado los perjudicados, como consecuencia de la DANA y sólo en la Comunidad Valenciana.

La postpandemia no es invocar el tópico de que nada volverá a ser igual o de que el teletrabajo o la redundante cita previa han llegado para quedarse. Si eso fuera así, sin más, menudo embate a los servicios públicos y a la atención y garantías de la ciudadanía. Matar la atención presencial o deshumanizar las oficinas públicas es un fracaso en la respuesta a los efectos demoledores de unas situaciones imprevisibles y, en parte, al menos, inevitables. Crear barreras burocráticas y brechas de todo orden no es motivo de satisfacción. De ahí que entienda que debe reformularse un derecho de excepción que, como algunos autores han notado, empieza a verse como una variante de lo que siempre conocimos como Derecho normal; incluso en las definiciones canónicas de alguna disciplina.

Y ahí creo que las tensiones que genera la invocación o refutación de la fuerza mayor merecen un nuevo tratamiento más ajustado a lo que ya no es aislado o coyuntural. Con todo el respeto, pese a sus contradicciones, a una evolución dogmática prolongada en los siglos, pero necesitada de una nueva visión. La relación entre el riesgo social y los servicios públicos es tan antigua como interesante. Pero la evolución es incontestable y el Derecho no puede sustentarse en una permanente inestabilidad por invocación de que o todo o nada es fuerza mayor. Y la casuística, vista la prolijidad y variedad de las situaciones sobrevenidas, tampoco es una herramienta útil. Creo, pues, que una revisión constructiva de los conceptos aquí citados, o incluso su superación, puede ser necesaria y no sólo útil a efectos prácticos, normalmente en el campo resarcitorio, pero no únicamente.

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