El urbanismo, de la ordenación integral a la sectorialización

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Es lugar común considerar que la ordenación urbanística aborda la regulación integral del territorio que ordena, con una visión integrada de los problemas y de las respuestas que desde el planeamiento y la técnica urbanística se ofrecen. La propia estructura de los órganos habitualmente competentes, desde hace muchos años, más allá del nacimiento de las Comunidades Autónomas y de la propia Constitución, es consecuencia y cauce a un tiempo de esa concepción del planeamiento. El carácter mixto y participativo de los órganos autonómicos competentes para la aprobación de los planes generales y sus revisiones (e incluso de planes de desarrollo en varias Comunidades), así como para emitir informes, ocasionalmente vinculantes, en relación con otros instrumentos de planeamiento, entronca directamente con una percepción de la labor del planificador que analiza y ordena el territorio en su conjunto, como un todo, tratando de evitar percepciones sesgadas o sectoriales que acaben perjudicando el conjunto.

Esa tradición, sin embargo, hubo de adaptarse a la configuración de la autonomía municipal resultante de la Constitución, la Carta Europea de la Autonomía Local y la normativa básica estatal. En tiempos de bonanza, e incluso en los que no lo son, el celo municipal por su competencia urbanística ha crecido según se ha ido tomando conciencia de su importancia económica, jurídica y política. La jurisprudencia del Tribunal contribuyó a esa potenciación de la competencia municipal y a delimitar de forma estricta la competencia de las Comunidades Autónomas. La vieja competencia estatal para analizar el plan en todos sus aspectos en el trámite de aprobación definitiva, según establecía el artículo 41.2 del texto refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana de 1976, coherente con la proclamación de su carácter de “instrumentos de ordenación integral del territorio”, establecido en el artículo 10.1 del mismo texto, quedó así limitada a un estricto control de legalidad y, en el círculo de intereses autonómico, ciertos aspectos de oportunidad. El efecto combinado de autonomía local y jurisprudencia puso en jaque el examen integral de los planes en sede autonómica.

Toda acción conlleva su reacción. Y en este caso la reacción no se hizo esperar. Aun cuando es tradicional la exigencia de informes de diversas instancias durante la tramitación de los planes, lo cierto es que hoy día cabe afirmar que lo que se perdió un día se ganó otro. El examen del plan en todos sus aspectos realizado en sede urbanística hoy día se ha sectorializado y transformado en la carga para quien asume la tramitación del planeamiento de recabar y atender multitud de informes, con plazos de emisión diversos, algunos vinculantes, otros no, preceptivos la mayoría de ellos. Para colmo ni tan siquiera los diversos legisladores sectoriales, probablemente desconocedores de la compleja normativa, práctica y dinámica urbanística, han logrado ponerse de acuerdo en el momento procedimental más adecuado para imponer la obligación de recabar sus respectivos informes. Añadan ustedes al coctel la, por otra parte, deseable evaluación ambiental del planeamiento, cuando resulta exigible, y la otrora onmicomprensiva competencia urbanística, circunscrita, eso sí, a lo establecido en la normativa sectorial que resultase de aplicación, saltará hecha añicos. El plan de urbanismo, y la propia competencia urbanística autonómica, se ha convertido en el resultado de la suma de decisiones amparadas por la autonomía municipal, un conjunto de informes que se desconocen entre sí y unas cada vez más expansivas evaluaciones ambientales que, frecuentemente, acaban invadiendo en sus valoraciones y pronunciamientos el ámbito de lo genuinamente urbanístico.

Pero, aun sabedor de lo anterior, aun conocedor de que al probo planificador se le exigen informes en materia de interior, patrimonio cultural, abastecimiento y saneamiento, dominio público hidráulico, comunicaciones electrónicas, terrenos, edificaciones e instalaciones afectos a la defensa nacional, líneas o infraestructuras ferroviarias o sus zonas de servicio (en este caso de la Dirección General de Ferrocarriles y del ADIF, con el mismo objeto), zonas de servicio aeroportuario o espacios sujetos a servidumbres aeronáuticas o acústicas establecidas o a establecer según la normativa de navegación aérea, carreteras estatales, carreteras autonómicas, carreteras provinciales, terrenos forestales y montes, vías pecuarias, suelos contaminados, energía, equipamiento comercial (al que luego me referiré en su nueva formulación), educación, sanidad, salud públicas (cementerios) y, finalmente, sin olvidar la evaluación ambiental estratégica, ordenación territorial.

¿Dónde queda lo urbanístico ante semejante miríada de informes preceptivos y, en muchos casos, vinculantes? Hemos convertido la planificación en un sudoku materialmente ingobernable en ocasiones en el que el proyecto urbano, la ciudad y sus habitantes han quedado fragmentados en múltiples visiones sectoriales que incluso en ocasiones resultan contradictorias. En mi siguiente comentario veremos un ejemplo concreto, que proporciona la reciente Ley aragonesa 4/2015, de 25 de marzo, de Comercio, en la cual se sectorializa el análisis urbanístico de la decisión de calificación en función del uso concreto que se fije para el suelo, el comercial en este caso. Veremos.

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