Esta es la segunda parte de nuestra entrada “Ética y función pública”, publicada en este mismo blog el 15 de enero de 2007[1]. Pero no debe tomarse la presente, a la vista del tiempo transcurrido, como una lógica “actualización”, sino más bien como un recordatorio insistente y la demostración de que determinadas ideas y propuestas siguen por desgracia vigentes, casi intactas, por la sencilla razón de que nunca acaban de asumirse, aceptarse o implantarse.
En aquella ocasión afirmamos, hablando de la ética, que, como valor: «no debe venir impuesto desde fuera, sino existir en el interior de las personas. Una fuerte ética personal y profesional, va mucho más allá y es más eficaz que la tipificación de todos los delitos y todas las faltas, y que todo el sistema de responsabilidades de los funcionarios, ya que no se basa en el temor a la sanción, sino en la creencia interna de que actuar de una determinada forma nos enriquece, como personas y como profesionales».
Ha llovido mucho y hemos cambiado poco, muy a mi pesar. Paradójicamente, al contrario de lo que ocurre con el Derecho positivo, donde 17 años son una barbaridad -sobre todo en algunas ramas del Derecho como el administrativo (piensen en las leyes que teníamos en vigor en 2007 y qué pocas son, de entre las más importantes, las que no se han derogado)-, en el mundo del Derecho natural, que es el de la filosofía del Derecho, los principios y las ideas, podemos defender determinados postulados durante décadas, normalmente sin éxito, como es el caso, porque de calar el mensaje este evolucionaría (y reivindicaríamos otras cosas), pero nos vemos obligados a repetirlo.
El discurso, en esencia, es el mismo. Los únicos matices son terminológicos. Quizá hoy hablamos más de integridad o integridad pública que de ética, palabras que se pueden considerar equivalentes; de conflictos de intereses más que de incompatibilidades, también conceptos hermanos pero no sinónimos; y de fraude en lugar de corrupción, estando de nuevo la diferencia en los pequeños matices. En definitiva, pasan los años (y las normas, y las personas) y observamos las mismas malas prácticas, que solo podemos llamar así en el mejor de los casos, llegando a una primera conclusión de que quizá la capacidad que tenemos para acabar con la corrupción, o al menos a introducir cambios que la frenen, es inferior a la fuerza de la resistencia al cambio en la defensa de un modelo organizativo y funcional que la mantiene a nivel estructural. Esta resistencia no solo proviene de la parte política, sino que empieza en una cultura administrativa obsoleta que no es que sea directamente corrupta, sino anticuada, inmovilista y, sobre todo, burocrática en exceso, siendo en nuestra opinión esta burocracia una modalidad de corrupción. Figuras “legales” como el silencio administrativo, pueden ser formalmente aceptables, ya que tienen soporte legal en la ley de procedimiento, pero no es ético ni aceptable dejar transcurrir la totalidad del plazo sin dignarse a contestar, ni siquiera en un sentido desestimatorio, a una persona que ejerce una legítima pretensión.
Lo que sí es cierto, y no es nada bueno, es que aunque la corrupción no ha desaparecido sí ha cambiado. Ahora es más sutil. Aunque aún nos llegan sus ecos a través de los juicios más mediáticos, lo cierto es que pasó la era de las grandes tramas corruptas. Ahora España es un país de lobos con piel de cordero, de micro corrupción, de fraude… Y por eso creo, deseando equivocarme, que la celebrada Ley reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción (Ley 2/2023, de 20 de febrero), no va a servir absolutamente para nada. Si alguien tiene datos de su grado de aplicación transcurrido este último año y medio, le invito a darlos. El dato que yo doy, un dato comparativo porque he trabajado en la Administración hace 25 años y trabajo ahora, es que la corrupción actual es más inteligente, casi quirúrgica, y mucho menos pomposa que lo que vimos en la época de los grandes pelotazos, esas tramas espectaculares de corrupción a gran escala con cientos de implicados y miles de millones para arriba y para abajo.
Daré un segundo dato. Unos años antes de 2023, teníamos otra norma, una Directiva en este caso. Hablamos de la 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, supuestamente incorporada el año pasado al ordenamiento jurídico interno. Pues no. Lo que ocurrió en 2019 es que nuestras instituciones se agarraron durante cuatro años a la supuesta necesidad de una transposición, sin comprender el efecto directo de la normativa europea. Y es que lo tienen no solo de los Reglamentos, sino también de las Directivas. Por tanto, había «ley» desde 2019. Y también existían, existen, leyes autonómicas, las cuales de alguna manera se han ido adaptando a la Ley estatal en un encaje de bolillos que desde luego es más cómodo cuando el Estado legisla en primer lugar.
Todas estas normas pivotan alrededor de la figura del denunciante (al que, por cierto, el legislador no se atreve a llamar así, sino que se siente más cómodo con el eufemismo «informante» o «persona que informa»). La Ley establece la obligatoriedad para las AAPP de la creación de canales de denuncia, que en realidad se denominan «sistemas internos de información» y «canales externos». ¿Se han creado? ¿Son eficaces? Se celebra mucho, normalmente de cara a la galería, que tengamos un sistema que protege al denunciante, pero en la cultura mediterránea siempre se le ha cortado la cabeza al «chivato», que es justo lo contrario. Volvemos a chocar con las malas prácticas de fuerte arraigo. En el sur de Europa, la mafia no perdona. Desde el punto de vista de las relaciones jerárquicas y sociales que se dan dentro de una organización pública, ¿cómo se va a tolerar al que denuncia si ni siquiera se tolera al que discrepa? Cuando sabes que va a haber represalias, la denuncia se convierte casi en un acto de temeridad. Personalmente me molesta que me animen a ser «valiente» las mismas personas que con su silencio y neutralidad colaboran de forma cómplice con algunas actuaciones que saben perfectamente que no son legales. Y ahí entramos en los dilemas éticos ya a nivel personal: ¿compensa ser el Llanero Solitario? Tengo la respuesta, pero como es MI respuesta, no la voy a dar, porque no quisiera condicionar la de los demás.
El gran problema de fondo es que España es un país institucionalmente corrupto, y tenemos bastante claro que no interesa cambiar esta tendencia, porque, a las pruebas me remito, la corrupción, incluso la corrupción judicializada (que no es más que un pequeño porcentaje), no es en absoluto coyuntural o asilada, sino que los casos son frecuentes como vemos. Hablamos de un país en el que incluso se aprovechó la pandemia para hacer negocio con el pretexto infame de que determinados contratos se justificaban en el noble fin de salvar vidas. Menudo chollo el contrato de emergencia, que en realidad ya existía en la Ley de contratos, si bien algunos lo descubrieron en 2020. Pero no, ni mucho menos todo lo que se contrató durante la pandemia tenía relación, ni siquiera indirecta, con la situación de crisis sanitaria. Sin embargo, con esta excusa se evitaron los procedimientos de licitación competitiva. Parecía legal, porque ahí estaba la emergencia, pero no lo era. A la postre, dinero público entregado “en mano”, pagado directamente de nuestros impuestos a personas particulares bien relacionadas a cambio de la prestación de servicios innecesarios o, como mínimo, sobrepreciados. Incluso si todo esto quedara fuera del ámbito delictivo (cuestión aún por dilucidar en algunos casos), resulta difícil concebir que no constituya al menos algún tipo de desviación de poder, fraude de ley y, quizá, toda una serie de conductas como mínimo antiéticas que no se ven a simple vista. Es por esta y otras razones, que en su momento identificamos algunas de estas actuaciones fraudulentas y elaboramos este «Iceberg de la corrupción»:
Un iceberg es un trozo de hielo gigantesco en el que la parte sumergida, invisible por quedar bajo el agua, es no obstante mucho más grande que la parte visible, llamada «punta del iceberg». Por eso no tenemos ni idea hasta qué punto el sistema es corrupto, ya que estamos ciegos ante la mayoría de actuaciones fraudulentas, que son invisibles y a veces irrastreables (por eso las personas corruptas literalmente “odian” la administración electrónica). Solo vemos lo que tiene relevancia mediática, básicamente los juicios penales por corrupción (y no todos, sino solo los de mayor impacto o “morbo”), y poco más. Debajo quedan una infinidad de prácticas fraudulentas, pero absolutamente arraigadas y repetidas hasta la saciedad, como la mentira institucional, la omisión del procedimiento, la falta de planificación, el cumplimiento meramente formal o estético de la norma, la falta de participación de la ciudadanía y el resto de los actores públicos, la insufrible burocracia, la no implantación de los procedimientos electrónicos, o las pésimas políticas de gestión de recursos humanos, donde claramente prima el fichaje sobre el rendimiento.
En resumen, ¿ética y función pública? Sí, claro que sí. Era un sí en 2007 y es un sí en 2024, al menos por nuestra parte. Pero necesitamos unanimidad, porque en este caso, que la mayoría de empleados y responsables públicos sean íntegros, algo de que hecho es así, no es suficiente. La corrupción sistémica se mantiene cómodamente con los actos de los que no lo son, ayudados por algunos fallos, probablemente intencionados y que por eso se mantienen, a nivel estructural e institucional, que facilitan fraudes o corruptelas como las citadas. De entre todas ellas, las de la parte sumergida del iceberg, personalmente me parecen especialmente inaceptables las siguientes (lo cual no quiere decir que unas sean mejores que otras): nombramientos a dedo a favor de personas de dudoso mérito, el abuso de la contratación menor y otras derivadas de la falta de planificación, la toma de decisiones de gobierno basadas en meras ocurrencias y caprichos (con lo fácil que lo ponen ahora los datos y la IA), o la aludida burocracia desesperante (exceso de documentación, silencio administrativo, molestias en general). Y lo peor es que todas estas actuaciones son formalmente correctas. Parece que a veces se nos olvida para quién trabajamos.
[1] https://www.administracionpublica.com/etica-y-funcion-publica/
Brillante, Víctor.