Hace unas semanas se ha publicado el Reglamento conocido como el de la Europa «interoperable» (Reglamento 2024/903, de 13 de marzo) que constituye una relevante señal de la dirección a seguir. Compila un conjunto de medidas con el fin de «elevar» -ciertamente conseguir- un nivel de buena comunicación entre el sector público de los Estados miembros. Porque la construcción y la consolidación del espacio europeo de solidaridad y justicia exige que la eficacia de las actuaciones públicas, de lo que en cada Estado se considera «servicio público«, no quede encerrado entre las paredes de un silo, del ámbito territorial de esa concreta Administración como si quisiera retroceder a la aldea gala de Asterix, que está bien para divertirse, pero cuya materialización resulta grotesca fuera de unas fiestas locales.
Y es que la pepita dorada, el núcleo esencial de ese palabro de «interoperabilidad» es reconocer la validez de la información, de los acuerdos, de los «datos» emitidos por otro organismo del sector público. Para el desenvolvimiento correcto de las libertades esenciales que han levantado la Unión europea, de libre circulación, establecimiento, transacciones y pagos, entre otras, resulta indispensable que los títulos, certificaciones, autorizaciones y otras decisiones administrativas desplieguen su eficacia en cualquier Estado miembro de la Unión.
Esta pretensión no es nueva. Tiene reconocidos antecedentes desde la última década del siglo XX y el primer «marco europeo de interoperabilidad» cumple ahora veinte años (se aprobó en abril de 2004). También la legislación española incorporó la exigencia de un «esquema nacional» en la Ley de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos de 2007.
Desde entonces se han dado significativos pasos, lo que la Comisión Europea elogia en sus Informes anuales. No obstante, fuera de esos documentos oficiales, experiencias cotidianas parece que compiten en lanzar una especie de cubo de agua fría y darnos sorpresas de una realidad distinta. ¿Es necesario recordar ejemplos habituales de cómo se insiste en la continua necesidad de reiterar la presentación de los mismos documentos? ¿cómo se ignoran los certificados que recogen el adecuado cumplimiento de obligaciones cuando han sido otorgados por organismos públicos distintos al que lo requiere? Un ejemplo reciente me resumió una compañera, la insistente petición de su Universidad de que presentara una prueba de la autorización del permiso para asistir a un congreso académico que le había dado la propia Universidad. ¡En la misma casa se entretienen en pedir una autorización que internamente se ha generado! Si esto es así, es mucho el trecho que queda por alcanzar la «interoperabilidad» con Europa.
De ahí la trascendencia de este Reglamento, que desplegará su eficacia en el plazo de tres meses, y que abre un abanico amplio de medidas para fomentar la comunicación y el reconocimiento de la información en el sector público. Porque: aprobará un «marco europeo» que incluirá las recomendaciones jurídicas, organizativas, semánticas y técnicas para lograr esa «interoperabilidad«; encargará diseños tecnológicos; potenciará el «portal» ya existente con nutrida información sobre diferentes «soluciones» y alternativas de actuación; apoyará a espacios controlados de pruebas; facilitará la formación de los funcionarios locales; distribuirá una solidaria financiación…
Y todo ello con el fin de lograr tanto la digitalización de los servicios públicos, como que su actuación y eficacia sea conocida y reconocida en todo el territorio de la Unión. Que los ciudadanos y las empresas, cuando transiten físicamente por Europa o cuando hayan de comunicarse electrónicamente, cuenten con la admisión, por ejemplo, de su expediente académico, de sus títulos profesionales, de los certificados de homologación de productos, de registros comerciales… y así un largo etcétera.
Junto al reconocimiento de la actuación de otra Administración de un Estado miembro, actitud mínima de lealtad institucional, esa «interoperabilidad» implica un significativo ahorro de energías y gasto. La Comisión Europea lo cuantifica, porque también es imprescindible saber cuánto cuestan los servicios públicos y, de ahí, la importancia de los sustanciosos informes que publica periódicamente el Parlamento Europeo sobre «el coste de la «no-Europa«. Esto es, cuantos miles de millones de euros supone la fragmentación de tanta regulación nacional sin pauta alguna de coherencia. En este caso, con relación al retraso de la «interoperabilidad«, la Comisión Europea ha cifrado su coste en, al menos, cinco mil millones de euros cada año. No discuto esa cifra pero me resulta escasa porque ciudadanos y empresarios «perdemos» más con las dilaciones e irritaciones que genera la reiteración de similares trámites.
He recordado ya que, tras la reciente entrada en vigor de este Reglamento, se establece un plazo de tres meses (que termina el 12 de julio de este año) para el despliegue de su aplicación, que sólo se excepciona en dos aspectos para los que se alarga hasta el 12 de enero de 2025: uno organizativo y general en las disposiciones europeas, con el fin de que cada Estado miembro designe la autoridad nacional que sea el «punto de contacto único» con las instituciones de la Unión, así como el lógico para la elaboración de las correspondientes evaluaciones.
Una última consideración. Junto al objetivo de acelerar la indispensable «interoperabilidad» de los servicios públicos del sector público, este Reglamento europeo anota su respeto al principio de subsidiariedad que se concreta en que cada Estado miembro deberá definir y delimitar qué se entiende por estos servicios públicos digitales dispuestos a comunicarse por Europa y, en consecuencia, qué Administraciones y organismos públicos estarán obligados para garantizar esa comunicación sin fronteras por toda la Unión Europea.
Confiemos en que una mirada amplia hacia el horizonte europeo describa con generosidad tales servicios públicos con el fin de conseguir una mejor gestión administrativa, beneficios para ciudadanos y empresas, así como un menor coste burocrático. Y con ello se evite transitar por el camino contrario, esto es, el de la fragmentación y ensimismamiento en el cerrado círculo de un territorio que tanto parece gustar en algunos ambientes.