Actas

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Quod non est in actis, non est in mundo”: bello aforismo latino para poner el acento en la necesidad de que las decisiones consten por escrito. Cualquier decisión de quien tiene legitimidad para tomarla, debe estar escrita y autorizada por quien tiene atribuida la capacidad para ello.

Y es aquí donde el secretario de un ayuntamiento tiene una labor fundamental y especialmente difícil, para dejar constancia documental y de modo fidedigno cuáles son las decisiones de los órganos municipales.

En la antigüedad, los escribas reflejaban por escrito las decisiones del faraón, del rey, del abad del monasterio, del emperador o del gobernador del territorio; no sólo porque era necesario dejar escrito, por seguridad, el contenido de esa decisión sino porque también, en ocasiones los próceres podían no saber leer y escribir. Esta labor se continúa a día de hoy. La democracia, sorprendentemente, no exige a los alcaldes, concejales, diputados, etcétera, saber leer y escribir. Entiéndase la apreciación no de forma peyorativa sino paradójica. Cierto que España está completamente alfabetizada, pero una cosa es leer y otra cosa comprender. Y una cosa es escribir, y otra dibujar una firma.

Dicho lo cual, cualquier secretario de ayuntamiento de pueblo podría contar sabrosas historias ocurridas en los plenos. ¡Ah, los plenos! ¿Qué colega de pueblo no se ha puesto nervioso en los dos o tres días anteriores a una sesión? Y si no nervioso, sí en un “estar” inquieto. Durante una parte de la vida profesional del secretario, los plenos eran y son una especie de lotería decisoria. Realmente en algunos ayuntamientos no se sabía qué se podía aprobar o no. En algunas ocasiones dependía de si el munícipe estaba satisfecho de lo que había cenado esa noche. Porque en los pueblos, las sesiones empiezan, como pronto, a las ocho y media de la tarde. Antiguamente, además, cuando aún se permitía, muchos acudían con la faria en la boca. Y fumaba(mos) todo el mundo. A veces no se veían unos a otros por la espesa niebla del humo. Todos salíamos con un pestilente olor a nicotina y alquitrán en la ropa.

Cuántas discusiones estériles, cuántos ataques personales de unos a otros se pueden haber visto. Y cuánta mediación interpersonal soterrada no habrá tenido que practicar un secretario. Una discusión y votación sobre la aprobación del presupuesto o la aprobación de ordenanzas fiscales, incluso de una modificación de planeamiento, podía ventilarse en escasos minutos. Pero una discusión sobre fiestas podía prolongarse horas. De hecho, he conocido sesiones de más de seis horas.

Lo más gracioso (y patético) en los pueblos pequeños, por lo menos en la década de los ochenta y noventa, es que el pleno en realidad era una sesión que podríamos llamar, de control al secretario, probablemente de ahí los nervios. En un pueblo pequeño rige el principio de Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como. Cuántas veces el secretario era el que tenía que explicar el asunto porque nadie entendía nada. Y cuántas veces, en el apartado de “ruegos y preguntas” se preguntaban cosas al alcalde sin que éste supiese contestarlas. El alcalde, entonces, le preguntaba y cuestionaba con total desparpajo y en plena sesión al secretario. Éste, por no poner al alcalde en su sitio, toreaba -infelice-, con manoletinas y daba cuenta de la gestión de esto o aquello. Tengamos la fiesta en paz.

En una ocasión, en la vida profesional de un colega cercano, se le llegó a increpar al secretario con vehemencia (expresión obviamente suavizada) con la acusación de que se había “inventado” el impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana, vulgo, plusvalía. ¿Cuándo ocurrió esto? Diez años después de estar plenamente en vigor. ¿Quién propaló una campaña contra el secretario poniéndole a caer de un burro? Un vecino al que se le liquidó el impuesto que resultó ser jugoso, puesto que había heredado muchas propiedades con motivo del fallecimiento de su progenitora. ¿Quién era este vecino? Paradójicamente un entonces concejal que votó a favor de la imposición y de la ordenanza fiscal. Resumen: el concejal no sabía que ese impuesto lo había aprobado él mismo. No sabía que se pagaba por heredar. No sabía que el importe podía ser significativo. Y, en consecuencia, organizó una campaña local de descrédito contra el secretario, hablando uno por uno con todos los exconcejales, acusándole de “haberse inventado” el impuesto. O témpora, o mores, como diría el viejo pirata que sale en los tebeos de Astérix.

El ROF está muy bien, es detallado. En el art. 109 indica que en el acta deben hacerse constar

«g) Asuntos que examinen, opiniones sintetizadas de los grupos o miembros de la Corporación que hubiesen intervenido en las deliberaciones e incidencias de éstas. h) Votaciones que se verifiquen y en el caso de las nominales el sentido en que cada miembro emita su voto. En las votaciones ordinarias se hará constar el número de votos afirmativos, de los negativos y de las abstenciones. Se hará constar nominalmente el sentido del voto cuando así lo pidan los interesados. i) Parte dispositiva de los acuerdos que se adopten…»

Y se establecen los procedimientos de adopción de acuerdos. Pero en el Ayuntamiento de un pueblo pequeño se desconoce en muchas ocasiones su existencia. Entiéndase que no se trata de denostar a los munícipes, que suelen ser gente comprometida, generosa, trabajadora y altruista, y raramente perciben compensación económica; nunca más lejos de la intención de quien esto escribe (aunque algunos puedan ser bastante sectarios). Sólo deseo poner de manifiesto que los programas de oposiciones no contienen materias como métodos para el desarrollo de la paciencia, empatía, dinámica de grupos, técnicas de concordia y mediación y de sentido democrático. En el INAP nadie prepara al nuevo secretario que, con temor e ilusión, se hace cargo de una secretaría, o varias si es una agrupación, para enfrentarse con estas realidades.

Nótese que se indica la expresión “opiniones sintetizadas”. Y viene a cuento porque es frecuente reprochar al secretario que no consta en el acta esto o aquello que se dijo. Muchas personas confunden un acta con un diario de sesiones, momento en el que hay que recordar el art. 109. Y si se indica eso de que “que conste en acta que…” hay que reaccionar indicando al munícipe que el secretario no es un taquígrafo, así que, si quiere que conste expresamente algo, debe escribirlo o bien dictarlo en ese momento. En cuántos ayuntamientos, en momentos de tensión, se decidió grabar las sesiones. Y el secretario tuvo que encararse indicando de nuevo el art. 109 y sugiriendo que, si se desease un diario de sesiones, se debería contratar a alguien que haga la transcripción. Aunque menos mal que en los ayuntamientos pequeños no se graban, porque constarían las barbaridades que en muchas ocasiones se dicen y los juzgados colapsarían.

En algunas sesiones, tras discutir y divagar, y queriendo pasar el alcalde al siguiente asunto, el secretario ha tenido que preguntar a éste qué se ha decidido en realidad. O haber tenido que intervenir en ocasiones cuando se ha votado a favor una propuesta y su contraria. Y es frecuente que un concejal al que se le ha hinchado una vena al calor de una discusión, diga: “y que conste en acta que…” Aunque también es frecuente que se diga por el alcalde o por algún concejal “y que no conste en acta, pero…” (y por supuesto, se suelta una burrada).

Curiosa es también la intervención de algún concejal en el apartado de aprobación de borrador del acta para corregir alguna coma o la falta de un artículo, pequeñas cuestiones que el corrector no ha detectado. O que frecuentemente en este apartado se intente retomar la discusión sobre algún tema ya debatido y votado.

Bonita función de la profesión, esto de la fe pública.

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