La irrupción de la sociedad digital, visible desde principios del XXI, aunque iniciada algo antes, llegó para cambiarlo todo. En apenas un par de décadas, trabajamos, nos relacionamos, nos divertimos, nos informamos, compramos, leemos y nos conectamos, de una manera bien distinta a la de finales del siglo XX. En una sola generación hemos sido testigos de la disrupción más acelerada de cuantas conociera la humanidad en su largo recorrido de cientos de miles de años. Y, como no podía ser de otra forma, la educación y el empleo están sufriendo una profunda transformación que ya apreciamos en nuestro quehacer cotidiano. En las empresas, desde luego. Pero, ¿y en la administración? ¿Experimentan sus empleados y funcionarios la mutación vertiginosa de procedimientos, conocimientos y tecnologías de la misma manera que lo hacen los trabajadores de las empresas? ¿Ha mutado la relación del ciudadano con los servicios de la administración?
En teoría, la respuesta debería ser sí, ya que las administraciones han realizado un gran esfuerzo en adaptarse a los nuevos sistemas y tecnologías y algunas de ellas, como Hacienda y Seguridad Social, fueron desde siempre, pioneras tecnológicas en nuestro país. Pero, esto, solo es la teoría, ya que la realidad nos llega mucho más matizada. Podríamos decir que depende, ya que la realidad va por barrios. Ya hemos comentado como Hacienda, por ejemplo, es un portento tecnológico. Otros departamentos, sin embargo, le van a la zaga, sobre todo en su interacción con el ciudadano. Las interfaces de uso suelen ser complicadas y las personas mayores o las que no están familiarizadas con lo digital suelen encontrar muchas dificultades en su relación con la e-administración. Tenemos un gran camino por delante hasta conseguir un ecosistema amable, seguro y transparente en la relación digital con los ciudadanos, en el que la IA puede prestar una gran ayuda, sobre todo a partir de uso de asistentes de voz receptivos y cómplices.
Pero mientras todo esto ocurre, deberíamos reflexionar. ¿Qué ocurrirá con los funcionarios y empleados públicos? ¿Tendrán que convertirse en expertos tecnológicos? ¿Serán progresivamente sustituidos por sistemas inteligentes que trabajarán sin error ni cansancio las veinticuatro horas del día proporcionando un mejor servicio al ciudadano y enterrando para siempre aquello de “vuelva usted mañana”? ¿Cuáles serán los criterios de selección del talento en las oposiciones? ¿Continuará, como hasta ahora, ostentado el protagonismo el simple criterio memorístico? ¿Es posible incorporar nuevas competencias y habilidades tecnológicas? Preguntas esenciales que configurarán tanto la administración del mañana como el perfil del funcionario, que tanto cambiarán frente a la realidad que hoy conocemos.
Pues vayamos por partes. Los funcionarios y empleados públicos realizan una amplia variedad de tareas y responsabilidades, desde profesores a médicos, desde policías a bomberos y militares. Cada uno de estos oficios tendrá su propia evolución específica, todas ellas muy influidas por la IA, pero será una función transversal, la de la administración general, la que experimente las más rápidas y profundas transformaciones. Un bombero, a día de hoy, no puede ser sustituido por un avatar digital, mientras que un puesto de simple burocracia será mucho mejor desempeñado por la IA que por el más eficaz de los actuales funcionarios. Centrémonos en las simples tareas administrativas, que ocupan, en alto porcentaje, a los servidores de lo público. En principio todas sus tareas repetitivas, de tramitación de expedientes o de control, serán directamente desarrolladas por sistemas de IA, que lo harán mejor y más eficientemente. ¿Significa esto que sus puestos desaparecerán? Pues de alguna manera, sí, aunque nacerán nuevas responsabilidades a cubrir. La destrucción creadora de Schumpeter, como siempre a escena. La tecnología destruye empleo antiguo y obsoleto, al tiempo que lo crea en las nuevas demandas y oficios. En la administración pasará igual. Muchos puestos actuales serán amortizados en apenas una década, mientras que nacerán nuevas funciones o tendrán que reforzarse y modernizarse servicios ya existentes.
Los sistemas inteligentes deberán ser controlados. La administración puede externalizar su desarrollo e implantación, pero no su control ni su garantía pública. Su funcionamiento debe garantizar todos sus derechos a los ciudadanos y operar bajo el estricto cumplimiento de los procedimientos y de las leyes. Los funcionarios, nuevos y antiguos, tendrán la responsabilidad de conseguirlo. Y para ello, deberán ostentar una alta cualificación y especialización. Los sistemas son cada día más complejos y resulta del todo imposible que desde la administración se desarrollen y programen. Necesariamente se tendrá que recurrir a tecnológicas, consultoras e implantadores para que los pongan en marcha y mantengan. Pero la responsabilidad de su servicio continuará siendo pública y público deberá ser su control y garantía. Todo un reto para la futura administración, ya que, debemos ser muy conscientes de ello, la complejidad de los sistemas inteligentes hará que sus tripas sean ininteligibles para la inmensa mayoría de los altos funcionarios. ¿Quién lo garantizará entonces? ¿Quién tutelará a los tecnólogos? Pues el cuerpo de informáticos y expertos digitales con los que la administración tendrá que dotarse crecientemente.
Y, ¿quiénes serán estos funcionarios tecnólogos? El invierno demográfico ya nos condena a la continuada reducción de las cohortes jóvenes que se incorporan al mercado de trabajo. Si a esta realidad menguante unimos la fuerte demanda de profesionales digitales por parte de las empresas, a los que pagan y promocionan muy bien, ¿cómo atraer talento tecnológico a la administración, con sus limitaciones salariales y de carrera? No va a resultar tarea nada fácil. De hecho, estamos conociendo la novedad histórica de convocatorias públicas de empleo que se quedan desiertas para ciertas posiciones técnicas. ¿Cómo reaccionará la administración? ¿Apostando con mayor fuerza aún por la colaboración público-privada y la subcontratación? Podría ser una solución parcial, pero no resolvería por completo el reto, pues, en todo caso, se necesitaría un solvente cuerpo público de proyecto, desarrollo y control. ¿Creando, entonces, una escala y carrera específica de tecnólogos con mayor salario y promoción que los de otros puestos públicos? Desde luego, para atraer talento digital habrá que pagar acorde al mercado, pero eso complicaría extraordinariamente la gestión interna y los niveles profesionales y salariales de los servidores públicos, acostumbrado a grupos y complementos más o menos uniformes. El debate está servido y somos conscientes de las tensiones existentes y del esfuerzo por encontrar una solución viable a medio plazo. Veremos en lo que queda, estaremos bien pendientes.
La Inteligencia Artificial actual, a pesar del asombro que nos causa por su extraordinaria potencia y eficacia, apenas si está dando sus primeros pasos. Veremos cómo, a velocidad pasmosa, se hace mucho más potente y poderosa. La administración y sus funcionarios deberán estar a la altura de estos cambios vertiginosos y sus condicionantes y riesgos, como es el caso peligrosísimo de la ciberseguridad. No hay semana que los piratas digitales no intenten secuestrar los archivos de empresas y administraciones para pedir un rescate o cualquier otra finalidad delictiva, tal y como, desgraciadamente, sufrió el ayuntamiento de Sevilla recientemente. Toda precaución será poca. Y de nuevo el mismo problema. ¿Cómo garantizarla? ¿Exclusivamente por la contratación de sistemas de seguridad externos? ¿Y quién decide el mejor y los controla? ¿Quién diseña procedimientos y normas de seguridad? Pues sin duda, han de hacerlo, en conjunción, los responsables públicos con las consultoras contratadas. Una simbiosis exigente para las dos partes, pero de la que dependemos todos.
Lo dicho. La IA llegó para cambiarlo todo. A la administración y sus funcionarios, también. Y en ello debemos aplicarnos, nos jugamos el todo en ello.