Intervención, responsabilidad

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Intervención, responsabilidad

Con la Constitución de 1978 y el desarrollo legislativo posterior, nuestro sistema jurídico-público se ha ido configurando como un sistema en que el Estado ha apostado decididamente por la intervención pública en cualquier parcela de la actividad privada, desconozco si consciente o inconscientemente. Cuando estudiábamos aquello de Jordana de Pozas de la tradicional distinción de las formas de intervención de la administración en la actividad privada, se hacía y se sigue haciendo la distinción en las actividades de policía, fomento y servicio público. Cualquiera de estas tres formas ha aumentado de forma exponencial y si bien tiene sus lados positivos en algunos aspectos, genera sin duda efectos indeseados que apuntaré, aunque el tema a debatir tiene tantos flecos que es imposible casi siquiera intuir algunos, aunque sea como predicar en el desierto. No parece posible cambiarlo a medio plazo. Esto es lo que hay que es lo que en un alarde de realismo rural se dice en Aragón.

Sin duda los ayuntamientos, como instituciones políticas naturales más cercanas a los ciudadanos, desean el mayor bienestar para los vecinos y nuestros políticos, satisfaciendo su obligación de servir a esos vecinos pero también por su natural deseo de mantenerse en el poder, tratan de dar cumplida satisfacción a las demandas que se les va haciendo, de cualquier clase que sea.

Y en un Estado que llega a ser tan hiperintervencionista el ciudadano acaba desresponsabilizándose de su suerte y deja de asumir que es el actor y sujeto de la obtención de su propio bienestar y felicidad. Ante cualquier cosa que pase, siempre habrá una administración a la que “echar la culpa” en este sistema de exigencia de responsabilidad patrimonial objetiva.

Se legisla inmoderadamente y hasta sobre las parcelas más insólitas, lo que genera a su vez múltiples problemas:

1. Se encuentra uno en un marasmo normativo ante el cual ni siquiera los mejores especialistas saben en ocasiones qué norma está en vigor.

2. Se tienen que emplear medios ingentes para la realización de controles preventivos que suponen una tremenda carga económica en el gasto público en personal y medios y que además retrasan el desarrollo de las iniciativas privadas.

3. Se tiene que establecer un (teórico) sistema de inspección y sancionador para la represión de las conductas que no se ajustan a la  legalidad.

4. Se tiene que mantener un sistema que comporta una monstruosa burocracia ante la que el ciudadano lucha denodadamente para tratar de remover los obstáculos que tiene para hacer cosas, lo cual dicho sea de paso, desanima a bastantes.

5. Se tiene que mantener un sistema creciente de empleados públicos destinados a controlar preventiva y represivamente la actividad privada y al control de la correcta aplicación de las ayudas públicas.

6. Se consigue finalmente llegar a un sistema en el que la administración puede colapsarse material y financieramente por las exigencias de responsabilidades.

Ha llegado un momento en que todos hemos asumido sin más que lo natural es que las instituciones nos controlen en todo, casi hasta en las ideas y nos subvengan en todas nuestras necesidades. Y sobre este aspecto es sobre lo que sería apropiado abrir un debate, es decir, plantear si es verdaderamente necesaria esa intervención quizás extrema de la Administración en nuestras vidas. Y  por qué, en todo caso.

En estos momentos de crisis económica real, se piensa en intervenir en la actividad económica, casi siempre a través de medidas de fomento en forma de subvención económica, de hecho así se está haciendo. Se supone que con eso se reactivará la economía o por los menos capearemos el temporal. Pero ¿por qué no actuamos a través de otras formas como la eliminación de trabas a la creación de negocios? Pongamos por ejemplo el problema que cualquier autónomo-empresario puede tener para montar un pequeño negocio, digamos un bar. Este ciudadano, además de las actividades privadas previas como es conseguir un local, debe, enunciativamente y al menos que:

– Obtener un préstamo que en estos momentos es lo más probable que el Banco no conceda a pesar de la famosa línea ICO.

– Encargar a un gestor administrativo asesor laboral-fiscal-contable el tema para que le oriente y le gestione o asesore un poco.

– Encargar un Proyecto Técnico a titulado competente para la instalación.

– Solicitud de licencia de obras.

– Solicitud de licencia de actividad.

– Contratar las obras y la dirección de obras.

– Conseguir las altas en las compañías eléctricas, teléfono y gas.

– Darse de alta en el epígrafe correspondiente en el IAE.

– Darse de alta en la Seguridad Social y empezar a pagar al menos 200 €/mes.

– Si desea contratar a alguien, volverle a preguntar al asesor laboral cómo hacerlo,  ver qué tipo de contrato hace, darle de alta en la Seguridad Social y que el gestor se encargue de preparar todos los papeles, nóminas, TCs.

Cuando nuestro buen y kamikaze autónomo ha hecho todo eso, si lo ha hecho legalmente, han transcurrido probablemente más de seis meses, quizás un año, suponiendo que no hayan habido incidencias significativas. Aunque lo más probable es que:

– El banco no le haya dado el préstamo y todo haya quedado zanjado desde el principio. Qué risa eso del ICO.

– Que se haya aburrido, abrumado por el papeleo y haya abandonado la idea y prefiera buscar un trabajo de ocho horas en el que alguien le pague una nómina, cosa que en estos momentos es harto improbable que logre.

– Que a pesar de todo, insista y abra su negocio aunque sin licencia. Normalmente el Ayuntamiento no le va a decir nada puesto que tarda en el mejor de los casos un par de años en dar una licencia para abrir un bar en una gran ciudad. Eso sí, al funcionar ilegal o alegalmente, se arriesga a que si pasa algo del tipo  protestas de alguien del vecindario o algún pequeño incidente o accidente, se vea en un marrón y se le sancione e incluso se le cierre el negocio. Al fin y al cabo tanto para ese ciudadano como para la propia Administración, el cumplimiento de las normas es en la mayoría de las ocasiones algo meramente orientativo. Que uno sea sancionado o no depende de factores imponderables que muchas veces se sustraen a toda posibilidad de comprensión o en ocasiones por la insistente denuncia de un ciudadano o la ocurrencia espontánea de un agente ocioso o incluso malintencionado. Eso sí, si pasa algo, aparte del titular que actúa sin licencia, será responsable también la Administración que ha ‘permitido’ permite que funcione sin licencia. Así que todos contentos, siempre hay alguien que paga. Por cierto, el sistema petará cuando se haya generalizado aun más la petición de responsabilidades y no haya manera de pagar las indemnizaciones que se exijan ante los tribunales, porque llegará un momento en que no habrá compañía aseguradora que suscriba una póliza con un Ayuntamiento.

El panorama, así visto, es patético y hace que el más optimista, que cree que podemos salir de la crisis pronto, se dé cabezazos contra la pared. El sistema parece partir de la presunción  de que todo el mundo es un malvado infractor  genéticamente hablando y por eso se establecen todos esos controles.

Sin duda cambiar todo esto todo esto exigiría una profundísima mutación de la concepción jurídica del sistema, cosa que es harto improbable que se produzca. Pero también es cierto que podríamos aprovechar este momento para iniciar ese cambio.  En ese nuevo sistema, podríamos y deberíamos partir de la idea de que el ciudadano es normalmente un buen ciudadano, es responsable de sí mismo y de sus propios actos, por lo cual, asume las consecuencias jurídicas y patrimoniales de su acción o inacción, sin responsabilizar a otro en todo caso (la administración) de sus males.  En este nuevo sistema se presumiría el principio “to er mundo e güeno”  y se establecerían controles de ajuste a la legalidad a posteriori mediante criterios previos y objetivos, sancionándose rápida y contundentemente al que verdaderamente sea un pirata. Se trataría de decidirse por una de las dos opciones filosóficas,  entre una concepción del hombre como ser bondadoso en sí mismo de Rousseau, o como un ser indigno, hombre lobo para el hombre de Hobbes en el que se presume la natural maldad que hay que controlar y reprimir en todo momento para que la sociedad no sea un caos. O lo que es lo mismo, cambiar el sistema actual, basado en la desconfianza, por otro basado en la confianza y por un efectivo control posterior.

Quizás cambiando así la filosofía y los sistemas de intervención administrativa en la vida privada consigamos reactivar la economía: tratando de eliminar trabas o al menos facilitando la apertura de negocios, limitando seriamente la actividad subvencional que probablemente sólo crea clientelismo y cercena las iniciativas privadas (sistema PER del sur), además de generar un gasto en muchas ocasiones estúpido al emplear ingentes recursos en actividades preventivas. Porque va  a llegar un momento en que nos deberemos plantar si tenemos además suficientes recursos económicos en este ciclo bíblico de vacas flacas. Quizás sea el momento de dar más protagonismo al individuo y rearmarlo moralmente como sujeto responsable de la satisfacción de sus propias necesidades, sin olvidar, por supuesto, la atención a los verdaderamente necesitados y no a cualquiera en todo momento y lugar, en el fondo por un puñado de votos.

2 Comentarios

  1. Me parece muy sensato el artículo, tal vez para un ciudadano de a pie un poco largo, pero hay reflexiones que me las voy a poner de cabecera. En efecto tenemos todos que arrimar el hombro pero ¿como educar en esta filosofía? ¿crees que para esto sería útil la asignatura de ciudadanía?

  2. Mejor que nos eduquemos a nosotros mismos, si con ello evitamos algunos efectos indeseables de la educación ajena (asunción de tópicos y «lugares comunes», domesticación, adoctrinamiento, mediocridad, adocenamiento, etc.) o con gente de otra mentalidad, marchándonos por ejemplo a: EEUU, Australia, Corea del Sur, Finlandia, Jamaica o Zanzibar. Sobre todo hay que evitar la impregnación de un medio tan adverso para la buena educación como la sociedad española, donde la irresponsabilidad, el infantilismo, el victimismo, el egoísmo rastrero y la falta de espíritu, hacen estragos en masas y élites.
    En cuanto a la asignatura de Ciudadanía, pues depende de quien la imparta y como y también de la contraprogramación mental que puedan realizar el poder político, las familias y la tele.

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