Hace ahora tres años, en este mismo blog, bajo el título «De lobbies y otros conceptos jurídicos indeterminados», publiqué un comentario sobre la reforma operada por la Ley 6/2014, de 7 de abril, por la que se modifica el texto articulado de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, aprobado por Real Decreto Legislativo 339/1990, de 2 de marzo, cuya Disposición adicional novena, relativa a la responsabilidad en accidentes de tráfico por atropellos de especies cinegéticas, disponía que:
«En accidentes de tráfico ocasionados por atropello de especies cinegéticas en las vías públicas será responsable de los daños a personas o bienes el conductor del vehículo, sin que pueda reclamarse por el valor de los animales que irrumpan en aquéllas.
No obstante, será responsable de los daños a personas o bienes el titular del aprovechamiento cinegético o, en su defecto, el propietario del terreno, cuando el accidente de tráfico sea consecuencia directa de una acción de caza colectiva de una especie de caza mayor llevada a cabo el mismo día o que haya concluido doce horas antes de aquél.
También podrá ser responsable el titular de la vía pública en la que se produzca el accidente como consecuencia de no haber reparado la valla de cerramiento en plazo, en su caso, o por no disponer de la señalización específica de animales sueltos en tramos con alta accidentalidad por colisión de vehículos con los mismos».
Esta misma redacción se mantiene en el actual Texto Refundido, aprobado por Real Decreto Legislativo 6/2015, de 30 de octubre, de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, en su Adicional Séptima.
Todo lo señalado es bien conocido de los lectores, así como que, tarde o temprano, el Tribunal Constitucional tendría que examinar si esta novedad, tan satisfactoria para el mundo de la caza, para los contratistas del servicio de conservación de las carreteras y hasta para las compañías de seguros, iba a pasar el tamiz de la recta interpretación del artículo 106.2 de la Constitución y de la consiguiente responsabilidad objetiva de la Administración, ahora traspasada en buena medida a los pobres conductores.
Y la sentencia llegó, tras una fallida ocasión, promovida en cuestión por el Juzgado nº 3 de Primera Instancia e Instrucción de Ponferrada, y fallada con inadmisión por la STC 57/2018, de 24 de mayo. La decisión que, finalmente, entró, a su manera, en el meollo del asunto, es la 112/2018, de 17 de octubre. También proviene, como es normal, de una cuestión de inconstitucionalidad, elevada por el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo nº 1, de Logroño.
La sentencia tiene algún elemento de interés, como posiciones no coincidentes de Fiscal y Abogacía del Estado o como que el propio Ponente, don Antonio Narváez Rodríguez (a quien le he tomado prestada la brillante adjetivación del título de este comentario), emitió voto particular, al que se adhirió don Alfredo Montoya Melgar, además de contar con otro voto discrepante redactado por don Andrés Ollero Tassara.
Particularmente, aunque mi parecer sea irrelevante, no comparto la innecesaria y larga opinión mayoritaria, ni sus conclusiones (que, además, eluden, con cierta razón procesal, entrar en el párrafo tercero de la nueva Adicional que, como en su día escribí, técnicamente no es un dechado de virtudes). De los votos particulares, aun no coincidiendo en su postura de fondo, pues, como modesto conductor, me parece una demasía –no un reparto de riesgos- transferir la responsabilidad casi siempre a quien pilota un vehículo, sin embargo sí aprecio más decisión y más orden en las ideas. También más arrojo aunque, como digo, pueda no compartir alguna decisión.
Pero no voy a eso. Lea cada quien la citada sentencia 112/2018 y saque sus conclusiones, procurando no pensar si los Magistrados tienen coche o no o circulan por carreteras donde la sobrepoblación de jabalíes los ha hecho más frecuentes que los baches de la postguerra.
A lo que voy es a ese exceso de posibilismo, de “interpretaciones conforme” para salvar lo que dice y lo que no dice la ley a través de una suerte de condiciones. El señor Ollero lo dice, también, muy acertadamente: la sentencia utiliza el «recurso a una pretendida interpretación de conformidad, que no es tal». Y es que, de once páginas de Fundamentos, sólo dos, las correspondientes al 6, entran realmente en lo que importa, tras diversas y documentadas reflexiones sobre legislación ordinaria (con un error conceptual, generalizador, sobre la fauna salvaje). Y, a partir de ahí «hemos de llegar a la conclusión de que, en un supuesto como el ahora planteado, en el que existe una actividad de titularidad administrativa o servicio público, la disposición adicional [controvertida] de la Ley de tráfico sólo resulta compatible con el régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración previsto en el artículo 106.2 CE, si se interpreta en el sentido de que, no existiendo acción de caza mayor, aún pueda determinarse la posible responsabilidad patrimonial de la Administración acudiendo a cualquier título de imputación legalmente idóneo para fundar la misma, sin declarar automáticamente la responsabilidad del conductor». En román paladino, que hay que ver caso por caso y advertir si hay otras circunstancias, acciones u omisiones que permitan anteponer las reglas generales de responsabilidad objetiva a esta regulación singular y nada pacífica.
Y, tan satisfecho, el Tribunal acuerda, como tantas veces, «desestimar la cuestión de inconstitucionalidad y declarar que el apartado trigésimo del artículo único de la Ley 6/2014, de 7 de abril (…), no es inconstitucional interpretado en los términos del fundamento jurídico 6». ¿Les suena esto?