En esta última legislatura municipal hemos asistido a un vivo debate en torno a la conocida – pero mal llamada – remunicipalización, un debate en muchas ocasiones más ideologizado que posibilista, más centrado en el mercado electoral que en el eficaz servicio al ciudadano. El debate es importante, porque afecta no sólo a la forma de gestionar los ayuntamientos y a sus cuentas públicas, sino que, sobre todo, condiciona de manera muy directa a nuestra propia calidad de vida. Habitamos en pueblos y ciudades y exigimos a nuestro municipio servicios concretos de abastecimiento de aguas, alcantarillado, jardinería, limpieza, recogida de basuras, alumbrado público y demás servicios imprescindibles que conllevan una exigente gestión. Sus resultados son tangibles y conforman una parte substancial, como ya advertimos, de nuestra calidad de vida. Por eso, los ayuntamientos, entre otras funciones, asumen la enorme responsabilidad de hacer funcionar de la manera más eficiente posible el formidable engranaje de servicios entrelazados. Si no existieran los servicios, la ciudad, sencillamente, no sería posible.
La ley consagra la titularidad pública de los servicios municipales, que pueden gestionarse tanto de manera directa como externalizada a través de la gestión de una empresa, en función de la decisión municipal. La titularidad de los servicios municipales es siempre pública, así como su definición, control y garantía de servicio público. En ningún caso es posible, siquiera, plantear la pérdida del carácter público de los servicios municipales básicos, suficientemente garantizados por el conjunto de leyes españolas y europeas, comenzando por la propia Constitución y siguiendo por la ley 7/1985, Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local (LRBRL). Por tanto, el propio concepto de remunicipalización es equívoco y equivocado, pues no se puede remunicipalizar lo que siempre fue municipal.
El mismo marco legal que garantiza la titularidad pública de los servicios, determina y acota las fórmulas en las que el ayuntamiento puede llevar a cabo su gestión, manteniendo, siempre, no sólo la titularidad, sino la ineludible responsabilidad del control. Por tanto, en el seno de ese marco garantista, el ayuntamiento deberá escoger su modelo de gestión. Y es normal que, ante una decisión de esta transcendencia, se genere un vivo debate que, a nuestro parecer, se ha ideologizado en demasía en los últimos tiempos, anteponiendo las ideas políticas a la evaluación de resultados tanto en costos, como en la calidad del servicio y del empleo creado, tras factores fundamentales a tener en cuenta. Los ciudadanos, y no las ideologías, deben ser el centro de atención en la gestión de los servicios públicos, tal y como hemos defendido en el libro El interés general y la excelencia en los servicios públicos (Almuzara), obra que coedito con la doctora María José Feijóo y en el que de mano de juristas de reconocido prestigio se determinan las posibilidades y límites de la internalización y de la externalización, tanto en el campo administrativo como en el laboral y en el penal.
Tanto la gestión directa como la externalizada son posibles y deben analizarse caso a caso. Hay servicios directos que funcionan muy bien, al igual que los hacen a plena satisfacción la mayoría de los de gestión privada. No debe tomarse ninguna decisión por apriorismos ideológicos, sino que debe estudiarse en cada caso la fórmula para conseguir mejores servicios públicos que alcancen a la totalidad de los ciudadanos, con respeto a las leyes y con la aspiración a la excelencia y calidad en los servicios públicos, así como al razonable equilibrio presupuestario, bajo los principios de calidad, eficacia, eficiencia, sensibilidad medioambiental, calidad del empleo y respeto al principio esencial del bien público que se persigue. En algunos casos, para los servicios municipales, todos estos objetivos se consiguen mediante la gestión directa y, en otros muchos casos, externalizándola. La decisión entre uno y otro modelo de gestión debe realizarse tras el análisis y evaluación técnica y no orientado por el exclusivo prisma de las ideologías de uno u otro signo, que podrían llevar a tomar una decisión contraproducente al efectivo servicio público. Al igual que existen servicios internalizados que funcionan bien – otros lo hacen mal -, también podemos argumentar que una mayoría de servicios externalizados lo hacen a plena satisfacción de los ciudadanos atendidos, con alta calidad de servicio y esfuerzo en innovación, y con una importante ventaja financiera para el municipio. La conocida como dinámica de remunicipalización, en muchas ocasiones, no atendería básicamente, pues, a la idea de mejora del servicio, sino que estaría al servicio de una ideología apriorística. Por eso, cuando sus impulsores se han encontrado con la realidad, el ímpetu inicial se ha atemperado. Los números no salían en muchos casos y las leyes acotaban las posibilidades reales en otros. Merece la pena, pues, serenarse, analizar y evaluar, para decidir con los más adecuados criterios técnicos, legales y financieros lo mejor para la calidad del servicio público al ciudadano.
El precio es uno de los argumentos más reiterados por la opción remunicipalizadora. Se razona que, como la empresa privada busca el beneficio, al final el ciudadano siempre terminará pagando más por menor calidad. En la misma línea argumental exponen que, como lo público busca el bien colectivo, sin ánimo de lucro, al final el ciudadano se beneficiará de mayor calidad del servicio a un coste menor. Este argumento es falaz, en términos lógicos. La gestión privada, por ejemplo, puede mejorar su rendimiento económico al invertir en innovación – lo permite su amortización por cuestión de volumen -; al acumular conocimiento por gestionar varios servicios, o a compartir y disminuir gastos generales al poder distribuirlos entre todos ellos. También, en muchos casos, por posibilidades reales de inversión en mejores equipamientos y tecnologías. Por ello, un operador privado podría dar mayor calidad de servicio y mejor precio que un gestor público de menor volumen. Ni la experiencia ni la lógica permiten pontificar que la gestión pública sea mejor para el ciudadano que la privada. Cada caso es cada caso, como hemos reiterado y a la experiencia nos remitimos. Las partes esgrimen doctos estudios comparativos, que defienden una y otra postura. En el libro mencionado se defiende la idea de que hay que despojarse de apriorismos ideológicos, pensar en el bien común, evaluar técnicamente las opciones y, desde luego, cumplir las leyes y garantizar la seguridad jurídica para todos los afectados. En algunos casos el resultante aconsejará la gestión interna y en otros muchos la externalización, que ha demostrado con creces, en la mayoría de las concesiones, su buen hacer y experiencia.
Un debate legítimo e importante, sin duda, pero que debe orientarse al servicio de los ciudadanos y no de las ideologías.