Es probable que los especialistas en historia de la Universidad hayan detectado diferentes momentos en que estas instituciones se han encontrado con encrucijadas difíciles de superar y que de ellas han salido airosas e incluso reforzadas sin necesidad de introducir ningún cambio. Muchos pueden pensar que la actual situación de crisis será una etapa más que se va a superar sin mayores dificultades. Es probable que se equivoquen. Los cambios actuales y los que están por llegar de manera rápida van a generar una disrupción que va alumbrar una nueva manera de gestionar el conocimiento, nuevas fórmulas de formación básica, media y superior, etc. Las tecnologías emergentes, la sociedad de la información y la futura sociedad de la inteligencia artificial y de la robótica ponen en duda muchos actores económicos y sociales que han ejercido, hasta ahora, la función de intermediarios. La sociedad empoderada gracias a la tecnología puede alcanzar determinados servicios de manera directa sin necesidad de intermediación. Hay instituciones y organizaciones que van a desaparecer y van a surgir otras nuevas con mayores dimensiones y con un alcance más global. Las universidades somos meros intermediarios entre los alumnos y el conocimiento, entre los jóvenes y unos determinados mercados laborales. Esta posición privilegiada de las universidades está ahora en duda y en el futuro lo puede estar mucho más.
Carezco de la visión necesaria para poder saber que textura institucional y organizativa van a necesitar las universidades para que puedan sobrevivir a todos estos cambios tan profundos y radicales. Es probable que hoy en día nadie pueda vislumbrarlo. En todo caso de lo que sí estoy seguro es que el actual modelo de gobernanza, de organización y de prestar servicios de nuestras universidades es caduco. Es un modelo que, sin duda, nos aboca al fracaso y nos postula como unos finados muy prometedores. Unos sistemas de transmisión del conocimiento casi inalterables durante los últimos mil años (quizás los tímidos cambios que hemos experimentado recientemente, de la mano del modelo de competencias del Espacio Europeo de Educación Superior y de la pandemia de la Covid-19, han sido los más significativos en un milenio), con un sistema de gobierno y de organización barroco, fragmentado, complejo y capturado corporativamente. Una autosatisfacción con una supuesta democracia interna que es poco operativa, impermeable a las demandas sociales y que sigue designios gremiales y ocurrencias demagógicas. Por tanto, todos los esfuerzos que podamos hacer en estos años, previos al gran cambio que se avecina, en simplificar nuestros modelos organizativos, en ejercitarnos con las transformaciones para ser contingentes y adaptables, en ser más comprensibles en nuestro funcionamiento para la sociedad y la economía, etc. van a ser esfuerzos imprescindibles para poder optar en el futuro a nuestra supervivencia institucional. Esta supervivencia no la tiene ninguna universidad asegurada pero aquellas que muestren mayor capacidad de adaptación, transformación e innovación son las que tienen más posibilidades de éxito y el resto, probablemente, se las va a llevar por delante los nuevos tiempos.
El último gran cambio que tuvo que enfrentarse la Universidad pública fue la de migrar de una Universidad elitista (5 por ciento de la sociedad) a una Universidad de masas (30 por ciento de la sociedad). Este gran cambio se produjo en nuestro país a principios de los años setenta. Fue una transformación importante pero conceptualmente poco relevante ya que solo tenía que atender a dimensiones cuantitativas: más alumnos, más profesores, más infraestructuras y, por tanto, mayor financiación. Con esta mutación la Universidad se legitimó socialmente ya que ejercía una función de ascensor social (y, por tanto, dejó de actuar como un sistema de reforzamiento de las élites sociales). En efecto, durante la década de los ochenta poseer un título universitario casi aseguraba la empleabilidad con una cierta calidad en un país con un mercado laboral muy complejo y deficitario. Actualmente la Universidad ya solo es capaz de garantizar que un 50 por ciento de sus graduados posean un trabajo de calidad en retribución y en una cierta estabilidad. La universidad pública como ascensor social anda actualmente bastante averiado. En cambio, la universidad privada asegura que las élites sociales, aunque engendren una prole mediocre y poco hacendosa, mantengan su posición de privilegio social. Muchos quieren subir en el ascensor social pero no queda mucho espacio si no hay a penas ninguno que baje en el marco de un mercado laboral cada vez más restrictivo en ofrecer empleos de calidad.
Todo parece indicar que la educación superior en el futuro va a ser muy plural y fragmentada y va a abandonar la lógica monopolística, al menos en España, que pasa por las universidades públicas de carácter presencial. Por una parte, las universidades a distancia (privadas y públicas) va a tener mayor presencia en el mercado. Por otra parte, van a emerger nuevas universidades, difícilmente reconocibles como tales, pero que van a participar en la educación superior: universidades corporativas vinculadas a grandes empresas y universidades orientadas a determinados perfiles de alumnos (por ejemplo la antes citada South New Hampshire University es una centro de educación superior que se ha especializado en formar a exmilitares que proceden de las guerras de Afganistán e Irak). Por otra parte, la formación profesional (ciclos superiores de formación profesional) presiona para hacerse un hueco en la educación superior y le cuesta encontrar un encaje en el modelo universitario tradicional. En este sentido, no deja de ser impactante que haya un porcentaje cada vez más significativo de alumnos que una vez han obtenido un grado universitario no opten por cursar una maestría sino que elijan complementar sus estudios con un ciclo superior de formación profesional. Esta dinámica de diversidad y de cierto caos va a ser inevitable con independencia de que la regulación pública de la educación superior sea más restrictiva o más liberal (caso de la Comunidad de Madrid) ya que, en gran medida, el éxito de estos nuevos operadores en educación superior no depende de la regulación pública sino de su nivel de aceptación por parte del mercado y de la sociedad. Un mercado y una sociedad en profunda transformación que busca nuevos perfiles profesionales y nuevos mecanismos para tener éxito en la inserción en un mercado laboral convulso y confuso asociado a la revolución tecnológica 4.0.
Ahora la Universidad pública se enfrenta a una tormenta perfecta de profundos cambios que ponen en duda su posición central en el sistema de educación superior y en su transcendencia en el impacto en el mercado laboral. Se ha argumentado que los cambios exógenos son profundos y de potencial elevado impacto pero, en cambio, las transformaciones endógenas son todavía tímidas y superficiales. Pero no hay que despreciar en absoluto estos indicios de cambio en el funcionamiento interno de las universidades públicas ya que el elemento más relevante es que han iniciado de manera voluntaria un proceso de transformación. Hay que valorar positivamente que las universidades públicas van dejado de lado su somnolencia en relación a su modelo interno de gobernanza y que vayan iniciando procesos de transformación con modestos cambios pero difíciles a nivel corporativo. Esta es la senda en la que hay que profundizar y que el legislador en educación superior debería apoyar. Sería una buena idea que la legislación universitaria fuera plural y flexible y abandonara su tradicional marco conservador y uniformador. La uniformización implica apostar por un único modelo que seguramente aboca al fracaso de todo el sistema universitario público. En un momento de profunda transformación es insensato ubicar todos los huevos en el mismo cesto. El marco regulatorio de la universidad pública debería abrirse para que cada universidad defina un perfil propio: universidades que desean mantenerse en el actual modelo versus universidades que apueste por la investigación y por los postgrados, universidades que se orienten a determinados perfiles de alumnos (universidades con una orientación netamente profesional versus universidades con una vocación más cultural e interdisciplinar, etc.). Hay que lograr que la Universidad pública pueda ser diversa como diversa es la sociedad y el mercado. Hay que lograr que la Universidad pública pueda ser flexible y contingente y logre adaptarse rápidamente a las transformaciones de su entorno (dimensión que hoy por hoy parece que solo atesoran las universidades privadas). Solo mediante la diversidad y la flexibilidad la Universidad pública del futuro va a poder preservar su valor social acompañando a la sociedad (y especialmente a la parte más vulnerable de la sociedad) a navegar por un mar tecnológico, económico, laboral y social dinámico e imprevisible y, por tanto, proceloso.
¡Hola! Está jugando a su supervivencia pero aún es un gran futuro para los jóvenes ir a la universidad. 🙂
Excelente artículo pero la pregunta sería si los cambios tímidos que se están dando en la Universidad Publica llegarán a tiempo de competir con una Universidad Privada en general más ágil y enfocada al mundo laboral.