La mejora de las comunicaciones y los transportes y el hecho metropolitano, supramunicipal, arrumbaron el viejo deber de residencia de los empleados públicos, que debían vivir en el municipio donde prestaban sus servicios. Hay legislación muy antigua al respecto, pero baste recordar el Estatuto de Bravo Murillo, de 18 de junio de 1852, en cuyos artículos 37 y 38 se hablaba, incluso, de “residencia fija”, en tanto que el 41 disponía que: «los empleados de la Administración pública contraen la obligación de servir sus destinos en cualquier punto que se les señale de la Península e islas adyacentes, siempre que no desciendan de clase ni se les exija aumento de fianza».
Durante más de dos décadas, la Ley articulada de Funcionarios Civiles del Estado, aprobada por Decreto 315/1964, de 7 de febrero, impuso, en su artículo 77, que «los funcionarios deberán residir en el término municipal donde radique la oficina, dependencia o lugar donde presten sus servicios», si bien «por causas justificadas, el Subsecretario del Departamento podrá autorizar la residencia en lugar distinto, siempre y cuando ello sea compatible con el exacto cumplimiento de las tareas propias del cargo». Excepción justificada a una regla general, requerida de autorización expresa y, pese a las reglamentaciones sectoriales que se dieron, sometida a altas dosis de discrecionalidad no exenta de agravios comparativos.
El actual texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado por Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, ya sólo utiliza el término “residencia” para concretar un determinado permiso, una concreta sanción disciplinaria o para referirse a ciudadanos extranjeros. Pero el deber -códigos, se dice mayoritariamente en la norma-, ha desaparecido. Bien es cierto que, al distinguir en la autorización de las ausencias si se trata del mismo lugar de residencia se está, sin querer, aludiendo a la vieja obligación. Más bien debiera decirse destino, porque sería una tomadura de pelo que alguien, con su puesto en provincias, pero, con el silencio legal actual, residente en Madrid, pidiera un día de permiso para mudarse de domicilio sin “cambiar de residencia”. Lo que ahora se trata, incluso bajo grave amenaza disciplinaria, es cumplir con los cometidos, jornadas y horarios; pero cómo se llegue al trabajo y lo que dure la travesía previa, parece lo de menos, aunque subsisten algunas reliquias en las que ahora no voy a entrar.
Con mayor motivo si cabe -piénsese en las guardias, levantamientos de cadáver, etc.-, este deber se impuso en el ámbito judicial. Pero también se ha relajado. Todo indica que ya casi no hay distancias insalvables. Pero nos encontramos en la regulación judicial con una cierta contradicción al respecto. El artículo 319 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, dispone que «los Presidentes, Magistrados y Jueces se presentarán a tomar posesión de sus respectivos cargos dentro de los veinte días naturales siguientes al de la fecha de la publicación de su nombramiento en el «Boletín Oficial del Estado». Para los destinados a la misma población en que hubieran servido el cargo, el plazo será de ocho días». No sólo se mantiene el término “residencia” sobre el que recaía el deber (también el artículo 394 habla de “cambio de residencia”, no de destino), sino que se diferencia entre el tiempo para tomar posesión en “la misma población” (término aún más restrictivo que municipio) donde se venía sirviendo y hacerlo en otra distinta, con una diferencia de doce días naturales, lo que viene a ser casi como dar la vuelta al mundo. Ya se sabe que hay que cambiar de casa y hacer mudanza (eso para lo que la ley funcionarial da un día en el mismo destino); pero una docena de jornadas, a sumar a los ocho días de los que no viajan, parece una demasía en los tiempos que corren. Más bien debiera pesar el interés público de cubrir las vacantes a no tardar que la laxitud y comodidad personal al emprender la travesía al nuevo destino; máxime cuando, semanas antes de publicarse estos nombramientos del artículo 319, la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial ya cuelga en la Web sus resoluciones de traslados.
Pero igual hay razones de mayor peso -o misteriosas- que se me escapan. Disculpas, en tal caso, por ello.