No es la primera vez que expreso en este blog, con la mayor humildad, mis discrepancias con la doctrina del Tribunal Constitucional acerca de la garantía institucional de la autonomía local. Desde la ya añeja concepción de dicha garantía hasta alguna línea regresiva en cuanto a las atribuciones autonómicas, como fue el caso de la STC 103/2013, de 25 de abril, auténtico salvoconducto sobrevenido para promulgar la Ley 27/2013, de 27 de diciembre.
Al Tribunal, su estética y metajurídica construcción de la garantía institucional de la autonomía local, le ha gustado sobremanera y parece recrearse en ella, extendiendo sus mismas palabras definitorias –“no asegura un contenido concreto o un ámbito competencial determinado y fijado de una vez por todas, sino la preservación de la institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar”-, a la garantía de otras instituciones o derechos, caso, por ejemplo, de la protección de la salud (STC 84/2015, de 30 de abril, FJ 7). En efecto, como todos conocemos y casi recitamos de memoria, para la jurisprudencia constitucional, “la única interdicción claramente discernible es la de la ruptura clara y neta con esa imagen comúnmente aceptada de la institución (…) por las normas que en cada momento la regulan y la aplicación que de las mismas se hace” (STC 32/1981, de 28 de julio, FJ 3). Estamos, pues, ante un “derecho de intervención en los asuntos de su competencia [que] forma, por tanto, el núcleo primigenio de la autonomía local (…), concepto jurídico de contenido legal, que permite, por tanto, configuraciones legales diversas, válidas en cuanto respeten aquella garantía institucional” (STC 170/1989, de 19 de octubre, FJ 9).
Pero vengo apuntando, con una mínima experiencia municipal, que tan sólida construcción, es, sin embargo, de escasa utilidad para los Ayuntamientos, que preferirían la que, inicial y fugazmente, el Tribunal Constitucional adoptó, al ver en la garantía de la autonomía local la necesidad de “competencias propias y exclusivas” (STC 4/1981, de 2 de febrero), o la defensa de “un ámbito competencial exclusivo” (STC 14/1981, de 28 de abril), en criterio radicalmente corregido a partir de la citada STC 32/1981, de 28 de julio.
El propio Tribunal confiesa el carácter misterioso y metafísico de su construcción cuando, a propósito de las fusiones voluntarias e incentivadas de municipios, dice en la citada STC 103/2013, de 25 de abril, que “tal y como tenemos señalado, no resulta posible definir a priori en qué consiste ese contenido o núcleo esencial de la autonomía local con el que se pretende preservar la institución en «términos reconocibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar». Se desconoce si dicha garantía le priva prácticamente de sus posibilidades de existencia real como institución para convertirse en un simple nombre. Por ello, la única interdicción claramente discernible es la de la ruptura clara y neta con esa imagen comúnmente aceptada de la institución que, en cuanto formación jurídica, viene determinada en buena parte por las normas que en cada momento la regulan y la aplicación que de las mismas se hace (STC 32/1981, 28 de julio, FJ 3)”.
La reciente STC de 3 de marzo de 2016, primera tras una saga de recursos no siempre acumulados frente a la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL), aborda no pocas cuestiones de índole competencial; consolida su doctrina permisiva con las previsiones estatales sobre fusiones y, si se me permite, en el tema de las entidades inframunicipales, queriendo ser manierista aplica brocha gorda y, en lo tocante a la pérdida de personalidad jurídica, se aproxima al parto de los montes. Es de esperar que, cuando coteje la Ley 27/2013 con Estatutos, aprobados por Ley Orgánica, donde expresamente se reconoce la personalidad jurídica de estas entidades descentralizadas, se esmere un poco más. Obviamente, que el legislador estatal no podía precisar si el certificado de defunción de estos entes menores lo expedía un órgano de gobierno o el Parlamento autonómico lo sabía hasta un alumno de primero de Derecho, incluso del plan Bolonia.
Lo más interesante y positivo de esta sentencia del pasado 3 de marzo, aunque en absoluto novedoso, es que el Estado y las Comunidades Autónomas puedan ejercer su libertad de configuración en el trance de atribuir competencias locales y que las Comunidades, en consecuencia, pueden, en el ámbito de sus atribuciones (ya que no hay una tercera lista local en la Constitución) asignar responsabilidades a municipios, provincias u otras entidades.
Y más que responsabilidades (o “competencias propias, en los términos de la legislación del Estado y de las Comunidades Autónomas”, como bien dice el artículo 25.2 LBRL): recuérdese cuando el Real Decreto-Ley 7/1996, de 7 de junio, liberalizó los servicios funerarios privándolos, además, de su carácter de servicios esenciales bajo publicatio y Cataluña reaccionó promulgando la ley de 3 de noviembre de 1997 declarando que, en dicha Comunidad “los servicios funerarios tienen la condición de servicio esencial de interés general, que puede ser prestado por la Administración, por empresas públicas o por empresas privadas, en régimen de concurrencia en todos los casos”. Por los aires europeos se prescindía de la monopolización, pero se reafirmaba la competencia autonómica frente al carácter supuestamente generalizador del Real Decreto-Ley.
Es, sin duda, el FJ 13 de la sentencia el que, en la práctica, tiene más interés tanto para ayuntamientos como para Comunidades Autónomas. Aborda dicho fundamento la impugnación de las disposiciones adicionales 11ª y 15ª y transitorias 1ª, 2ª y 3ª LRSAL. Y, particularmente, elijo como simbólica y particularmente interesantes cuatro palabras a las que tal vez el Tribunal no pretendió dar tanta trascendencia. El FJ 13 comienza diciendo que esas disposiciones post-articulado, abordan “dos servicios típicamente municipales”, en alusión a los sociales y de promoción y reinserción y a la participación en la gestión de la atención primaria de la salud, materias, por lo demás “previstas como autonómicas en los apartados 20 y 21 del artículo 148.1 CE y en los Estatutos de Autonomía”.
La conclusión, por lo ya apuntado, la conocemos y se traduce, muy resumidamente, en que estos servicios de competencia autonómica, que han sido “habitualmente desplegados en el nivel municipal porque así lo decidieron (o permitieron) las Comunidades Autónomas (al amparo de sus Estatutos) o el Estado (mediante la regulación ex artículo 149.1.18ª CE de servicios mínimos y habilitaciones directas) o, simplemente, porque fueron desarrollados de hecho por los Ayuntamientos”, podrán seguir siendo parcialmente gestionados por éstos si las Comunidades Autónomas así lo deciden. Porque, como en este punto señala con nitidez y autoridad el Tribunal, “el problema constitucional no es si el Estado ha llevado a cabo una ampliación extraestatutaria de competencias autonómicas, sino si ha desbordado los márgenes de lo básico al establecer que el nivel local no puede desarrollar determinadas competencias (salvo por delegación) e imponer condiciones a un traslado que trae causa en última instancia del propio Estatuto de Autonomía”. Y no ha de admitir dudas que “el Estado solo podrá atribuir competencias locales específicas, o prohibir que éstas se desarrollen en el nivel local, cuando tenga la competencia en la materia o sector de que se trate. En materias de competencia autonómica, solo las Comunidades Autónomas pueden atribuir competencias locales o prohibir que el nivel local las desarrolle; sujetándose en todo caso a las exigencias derivadas de la Constitución”.
Esa es la razón por la que las disposiciones transitorias 1ª y 2ª LRSAL “han superado claramente estos márgenes [puesto que] no se limitan a dibujar un marco de límites dentro del cual la Comunidad Autónoma puede ejercer sus competencias estatutarias, para distribuir poder local o habilitar directamente determinadas competencias (…) Al contrario, impiden que las Comunidades Autónomas puedan optar, en materias de su competencia, por descentralizar determinados servicios en los entes locales, obligando a que los asuma la Administración autonómica dentro de plazos cerrados y con determinadas condiciones”. Por ello la sentencia declara, sin ambages, la inconstitucionalidad y nulidad de las disposiciones transitorias 1ª y 2ª LRSAL así como la disposición adicional 11ª “en la medida que sus previsiones están estrechamente ligadas a aquellas dos transitorias”.
Por otro lado también debe destacarse el esfuerzo, en este punto, del Tribunal Constitucional al detallar las competencias de carácter sanitario que subsisten en el ámbito municipal y que no se han borrado de los artículos 25 y 26 de la LBRL. Y aún habría que añadir que, pese a la eliminación –a mi juicio incomprensible- de la bicentenaria atribución a los ayuntamientos del control de alimentos y bebidas, tal responsabilidad subsiste en el artículo 42.2.d) de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, que, en la típica y chapucera falta de concordancia del legislador, no fue tocada en diciembre de 2013.
Pero retorno al título del comentario: ¿por qué le doy importancia a esas cuatro palabras? Pues muy sencillo y no me alargo más: Porque el identificar determinadas atribuciones sanitarias y de asistencia social con “dos servicios típicamente municipales” parece, por fin, aunque en aspectos muy concretos, darle contenido real a esa autonomía preservada frente a un ataque que volviera irrecognoscible la institución para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar. Es mucho identificar, pero no hay que perder la esperanza. Dicho de otro modo y asentadas por la sentencia las competencias autonómicas y locales en estas materias: si una ley autonómica privara de toda participación a los municipios en estas dos responsabilidades controvertidas, habría que esperar que al Tribunal no le temblara la mano a la hora de declararla inconstitucional. Hay motivos y precedentes para creerlo así, pero mejor será que los ayuntamientos no sufran más embates de legislador alguno.