Curioso país el nuestro. La presunción de inocencia – nadie es culpable mientras no se demuestre lo contrario –, una institución penal que costó siglos conseguir está desapareciendo en España. No de iure, pero sí de facto. Como ya ocurriera en los siglos oscuros de la Inquisición, basta la simple denuncia o la sospecha para que la ira social y pública caiga sobre el afectado, sin capacidad de defensa. Aunque años después, se demuestre su inocencia, nadie podrá repararle el tremendo daño sufrido. Atención, porque esta dinámica es peligrosa no tan sólo para la dignidad de las personas – que conlleva su presunción de inocencia -, sino para el correcto funcionamiento de nuestras instituciones y de la economía en general.
Atravesamos una crisis secular que nos ha empobrecido y enfurecido mientras los escándalos de corrupción se suceden. Esta realidad ha generado una fortísima corriente social de sospecha de todos contra todos, especialmente contra los políticos, los empresarios, los sindicatos y los funcionarios, que han dejado de gozar presunción de inocencia. Hemos pasado, sin solución de continuidad, desde idealizar a los políticos de antaño a condenar a los actuales a la hoguera pública, sin juicio ni excepción. Son todos unos chorizos”, escuchamos allá donde quiera que vayamos. Y bien es cierto que existe corrupción en España y es más cierto que hay que combatirla y perseguirla, ya es hora que vayamos acotando y enfocando nuestra ira contra los verdaderamente corruptos y no disparar indiscriminadamente contra todo aquel que se mueva.
La sospecha se alarga incluso a los aspirantes a político, a los que se les pide algo así como pureza de sangre ya que van a ser investigados para acreditarla, según nos anuncian algunos partidos. “Algo malo habrán hecho, o algo buscarán – escuchamos los ladridos de la jauría – cuando se quieren meter en política. Esos, como todos, aspiran a chupar del bote”.
Políticos condenados y aspirantes a políticos bajo sospecha. ¿Puede haber algo peor? Pues sí. Los funcionarios también van siendo devorados por el sacrosanto fuego purificador que nos invade. Miles de ellos están imputados – en muchas ocasiones injustamente – por causas diversas a lo largo y ancho de nuestra amada geografía. ¿Quién se atreve a firmar una autorización en estas circunstancias? ¿Quién tomará responsabilidades? Nuestro sistema castiga los pecados de acción, pero no los de omisión. Proyectos no ejecutados, devolución de dinero a la Unión Europea, proyectos empresariales que pudieron ponerse en marca y que, por demoras y retrasos jamás llegarán a ver la luz, eso parece no importar a nadie. Según la impresión general, el gobernante y el funcionario bueno es el que no hace ni deja hacer, mientras que los malos son los que firman e impulsan actividad e iniciativas. La imagen del héroe actual es la de aquel que logra detener una inversión, sea pública o privada; la del sospechoso la de quien impulsa la actividad. El mundo al revés. Así nos irá, en un país con casi el 25% de paro.
Todos contra todos, temerosos de que una simple denuncia – que ya puede ser anónima incluso – acabe contra nuestro prestigio y carrera. Corremos el riesgo de sufrir una cierta histeria colectiva, una caza de brujas tipo Salem o Zugarramurdi de funesto recuerdo. Y el recuerdo ancestral de la negra Inquisición, con sus Autos de Fe seguidos por muchedumbres enardecidas, vuelve a sobrevolar nuestra actualidad. ¿Será nuestra genética colectiva, nuestra forma de ser?
Hay que perseguir sin límite ni excusas a la corrupción, por supuesto, pero no a costa de cargarnos ni la presunción de inocencia ni el normal funcionamiento de las instituciones, que hoy corren el riesgo de paralizarse por simple temor de sus funcionarios, terror en algún caso. La actual dinámica social, política y mediática premia la inacción frente a la acción. Cualquier nuevo proyecto aprobado, cualquier licencia, cualquier ayuda o subvención, cualquier recalificación – acciones todas ellas necesarias para que el país funcione – estarán bajo sospecha desde el mismo día de su firma, y no faltará algún grupo de la oposición o social que extienda un rumor malicioso o que, directamente, denuncie ante los tribunales la supuesta corrupción. Un disparate que tendrá un enrome costo económico, social y laboral.
Si se acusa a un político o a un funcionario, la presunción de culpabilidad – tanto para la opinión pública, como para lo que es más grave, para los jueces – actuará contra él, ya que tendrá que demostrar su inocencia en un proceso litigioso largo y costoso. Desgraciadamente, la presunción de inocencia que consagra nuestra Constitución no tiene validez en estos supuestos, lo que está ocasionando casos verdaderamente dramáticos de personas inocentes condenadas de antemano. Y, desgraciadamente, la cosa no va a menos, sino a más, lo que puede tener como consecuencia grave e inesperada la paralización de las administraciones.
Tolerancia cero para la corrupción, por supuesto, pero idéntica energía para la defensa firme de los derecho individuales y profesionales de las personas – aunque sean políticos, empresarios, sindicatos o funcionarios – y de su presunción de inocencia. La corrupción se combate persiguiendo a los corruptos, pero no haciendo sospechosos a todos y condenándolos social y profesionalmente por la simple denuncia, sospecha o rumor interesado. Esto, desde luego, tenemos que hacérnoslo mirar como nación porque nos jugamos mucho más de lo que parece.
Yo pienso que las relaciones en POLÍTICA se basan en la confianza.
No debemos confundir el que un político sea merecedor de confianza con que le sea aplicable el código penal.
Yo lo veo como en las relaciones de amistad o de pareja.
El adulterio ya no es castigable penalmente o administrativamente, pero todo el mundo entiende que rompe la confianza entre los miembros de una pareja.
Si tu marido le mira el culo a la vecina o al vecino, te mosqueas.
Los políticos gestionan lo de todos y, por eso, sus relaciones con los ciudadanos deben de ser relaciones de confianza.
En caso de que esa confianza se rompa deben de marcharse a su casa porque los administrdos tenemos derecho a confiar en nuestros administradores.
Como en la confianza no existen términos absolutos deben de ser los partidos los que gestionen este concepto.
Por ejemplo: mil…deus, mill…., treus mil…. : A CASA INMEDIATAMENTE. Posiblemente a la cárcel, pero esto es otro tema.
Respecto de los funcionarios, es otro tema.
Deben de cumplir con su trabajo, igual que cualquier otro trabajador y, una de las características de su sector, es que deben de trabajar con respeto a los administrados y transparencia; pero en su caso lo de la confianza ya no es lo mismo que con los políticos.
Yo no veo a los políticos y los funcionarios en el mismo grupo.
Los políticos deben de vigilar especialmente de que no se rompa el vínculo de confianza con los ciudadanos.
A los funcionarios no se les puede exigir ese extra de vínculo de confianza.
Los políticos son los responsables de adoptar medidas efectivas y creibles contra la corrupción, cosa que no hacen, y por otro lado tenemos la idea de que lo se ve sólo es la punta del Iceberg.