Ahora que la constitución del 78 está en tela de juicio, es bueno analizar los pros y las contras de sus logros y fracasos, con el ánimo de mejorarla y reformarla, para evitar así la ancestral pulsión hispana de demolerla sin tener asegurado un recambio mejor.
Somos un país de bandazos. Desde siempre así fuimos, fruto probable de una peligrosa combinación histórica, antropológica y cultural. Somos un pueblo idealista y, al tiempo, apasionado, más dado a los debates ideológicos, acalorados y broncos, que al análisis sosegado de alternativas y modelos eficaces de gestión. De hecho, la gestión pública casi nada parece interesarnos: ni nos dejamos influir por su balance, ni nuestro voto parece determinarse por los logros económicos o de empleo de uno u otro partido. Votamos por ideología o, mejor dicho, votamos contra la ideología ajena. No votamos a quién amamos, votamos contra quién odiamos. Así somos y así es probable que sigamos siendo. De ahí, nuestra selección de políticos. Votamos a los que con más intensidad jalean nuestro odio al otro, priorizándolos frente a perfiles bajos que prudentemente gestionan la cosa pública. Y, claro, así estamos como estamos.
Y esta forma de ser, nos impulsa a los grandes bandazos históricos que conocemos. Mientras otros países de nuestro entorno evolucionan cambiando progresivamente constituciones y leyes, nosotros las agotamos hasta que una revolución en uno u otro sentido la deja sin vigor. Destruimos edificios para levantar otros nuevos, rechazamos mejoras y arreglos. No somos capaces de lograr reformas sucesivas y pactadas, sino que queremos dinamitar lo pasado para edificar algo nuevo, carne de destrucción futura en un ciclo que parece no finalizar. Así desde luego ha ocurrido con nuestras sucesivas constituciones históricas, víctimas todas ellas de alzamientos, revoluciones, guerras o rupturas.
La Constitución del 78, además de instituciones democráticas, trajo consigo la novedad de las autonomías. España se convertía en uno de los países más descentralizados del mundo, de manera aún más acusada, incluso, que la que presentaban algunos estados federales.
Las autonomías, en la constitución del 78, nacieron con un doble objetivo. Por una parte, por el deseo de descentralizar un poder político exclusivamente residente en el gobierno nacional de Madrid, para así “acercar el gobierno a los gobernados”. Por otra, y posiblemente de manera más decisoria, como vía para encajar las demandas de los entonces partidos nacionalistas, algunos devenidos con posterioridad en independentistas. Al final, optamos por un modelo cuasifederal con la esperanza de superar los tradicionales conflictos territoriales que visto lo visto, no sirvió sino para acentuar el problema. En las encuestas de finales de los setenta y principios de los ochenta el independentismo apenas si tenía relevancia, para, paradójicamente, ir creciendo a medida que el poder se descentralizaba. Las razones las conocemos bien y, al no ser objeto de la presente reflexión, no ahondaremos en ellas. Sencillamente, constatar el hecho irrefutable de que el sistema autonómico no sirvió para solucionar el problema territorial para el que fue creado, sino que, al contrario, lo acentuó, como quedó visto en la sedición de los independentistas catalanes y la proclamación fraudulenta, antidemocrática e ilegal de la república catalana. Para este viaje, no precisábamos alforja, que sentenciaría el castizo.
Podemos afirmar, pues, que el sistema autonómico no sirvió para satisfacer las demandas de los partidos nacionalistas. Visto lo visto, casi para lo contrario, para exacerbar aún más pasiones y resabios. Pero, ¿sirvió para acercar el gobierno a los gobernados? ¿Vivimos mejor gracias a las autonomías o, por el contrario, se trata de un andamiaje monstruoso y caro que nos complica inútilmente la vida? No son preguntas de fácil respuesta, aunque anticipo mi postura. El sistema de autonomías trajo evidentes ventajas para nuestra convivencia y calidad de vida, pero también inconvenientes que es bueno analizar y tratar de enmendar. Si no lo hacemos, si no lo mejoramos progresivamente, al final el sistema caerá como ocurriera en tantas ocasiones históricas. Resulta muy complejo encontrar el equilibrio adecuado entre las ventajas de la centralización y las de la descentralización, pero, aunque sea por tanteos sucesivos, debemos tratar de conseguirlo.
Y para ello, debemos ver qué aspectos mejorar. Por ejemplo, en plena pandemia, vemos como saltan las costuras sanitarias. Tenemos un ministerio que ni siquiera es capaz de contar los muertos, dependiendo por completo de los datos que las distintas autonomías – en muchas ocasiones tarde y mal – le remiten. Eso, por no hablar de la imposibilidad práctica de trasladar enfermos a hospitales de otras autonomías, o de las carreras profesionales de los sanitarios, limitadas a la autonomía primera o del desbarajuste de las cartillas sanitarias o de la compra de medicamentos. El sistema debería mejorar para que, nos encontremos en el punto de España que nos encontremos, la sanidad pública nos cubra por completo con todas sus ventajas y derechos interconectados. Y debe ser el Estado el que garantice esos derechos ciudadanos. Podríamos poner un sinfín de ejemplos más en los que el sistema autonómico trabaja contra nosotros, no a favor nuestra. Para un funcionario autonómico de Almería, por decir un ejemplo, le es más difícil pasar a trabajar a Murcia que a Bruselas. Las carreras de funcionarios y empleados públicos sufren la limitación de horizontes que suponen las fronteras autonómicas, pues difícilmente podrá pasar de una a otra, quedando limitada su vida profesional y personal a la comunidad donde sacara plaza. Para las carreras de los funcionarios, el sistema autonómico resta posibilidades y restringe opciones vitales. En fin, un desequilibrio que, en reformas pactadas deberíamos tratar de corregir.
Pero, más allá de estos desajustes, uno de los asuntos más peliagudos es el de la aparición de los nuevos centralismos y el de la pérdida de peso de las ciudades intermedias. En verdad, en España, no descentralizamos, sino que, con las autonomías, creamos nuevos centralismos, igual de feroces, aún si cabe, que el precedente. Las nuevas capitales, claramente beneficiadas por la dinámica autonómica, crecieron en población, economía e influencia, mientras que el resto de ciudades de la región languidecían dulcemente, condenadas a la irrelevancia y la melancolía. La España vacía también bebe de las fuentes del neocentralismo autonómico y del consiguiente vaciamiento de las ciudades intermedias.
En Andalucía, Sevilla se ha convertido en una gran urbe, mientras que Córdoba, Jaén, Granada o Cádiz pierden el paso, orilladas ya del vértigo de los tiempos y convertidas en ciudad decorado. Y qué decir de Castilla-León, con capitales como León, Zamora o Soria que agonizan mientras que Valladolid experimenta una segunda Edad Dorada. Y así, en todas las comunidades autónomas. Lérida, por ejemplo, es hoy menos relevante que lo fue en el pasado, mientras que Barcelona acapara poder y economía. Con los datos en la mano, las autonomías, han sido rentables para sus capitales, pero han devenido en pérdidas para el resto de las capitales de provincia que la componen. Muchas de ellas, sin autonomía, vivían mejor, pues eran centros reales de poder territorial, un segundo nivel, mientras que con las autonomías se han devaluado a un tercero. El nuevo centralismo tiene una triple dimensión. Económica, pues atrae el talento joven y la sede de las empresas; política, pues acapara el poder y territorial, pues limita a las otras ciudades y dificulta la igualdad de oportunidades en todos los puntos del Estado.
El modelo autonómico también presenta muchos elementos positivos. Entre ellos, la cercanía de la decisión al administrado. También, el mejor conocimiento y la mayor sensibilidad antes las realidades locales y la diversidad de respuesta a los problemas, que suponen un aprendizaje acelerado y compartido. Por eso, a pesar de sus múltiples defectos, debemos mantener el sistema autonómico, mejorando, eso sí, aquellos aspectos negativos que nos perjudican como ciudadanos. No se trataría, pues, de demoler el estado autonómico para regresar a la centralidad pretérita. Tampoco de revoluciones o de repúblicas, fieles a nuestros tradicionales bandazos, bálsamos de Fierabrás que, al final, nada curan y todo empeoran. Se trata, simplemente, de mejorar y reformar lo que tenemos, ahora que sabemos lo que funciona y lo que distorsiona.
Tenemos que conseguir un sistema autonómico que trabaje para nosotros, mejorando nuestra calidad de vida y no dificultándola. ¿Lo conseguiremos? Pues de nuestra voluntad colectiva depende. Pero, conociendo nuestras pulsiones históricas, mucho me temo que al final gastemos nuestras energías en destruir, en vez de reformar. Las autonomías y la Constitución del 78 son mejorables, pero hermosas y útiles. Reformemos lo que tengamos que reformar, pero no destruyamos aquello hermoso que construimos y que tanto nos sirvió para avanzar.
Articulo maravilloso. gracias Don Manuel por explicarnos un tema con sensatez, que por cierto echamos mucho de menos en nuestros politicos.
Gracias Sr. Pimentel por esta reflexión tan lúcida por lo demás. Un saludo