Mi maestro, el profesor Sosa Wagner, nos deleitaba hace días con una juiciosa reflexión sobre la laminación de las juntas vecinales en ese anteproyecto que circula por ahí en el que, con terminología al uso, tan fatua como políticamente correcta, se contiene la modificación de la Ley 7/1985. Así como quien no quiere la cosa, se suprimen las 3275 entidades locales menores existentes, entre las que están “las pedanías o las parroquias que pasan a ser absorbidas por los Ayuntamientos de los que dependan”.
En tal sentido el artículo 45 de la ley básica local pasaría a decir que “las entidades de ámbito territorial inferior al Municipio”, creadas y reguladas por “las Leyes de las Comunidades Autónomas sobre régimen local”, “en todo caso carecerán de personalidad jurídica y dependerán de un Ayuntamiento”.
Escribí hace años sobre este modo de descentralización municipal y no acierto a ver en qué encarece el asunto o menoscaba la “racionalización y sostenibilidad” de la cosa pública el que una organización se personifique o no. Lo que creo es que, en la práctica, sin cargos representativos ni competencias ni presupuesto ni bienes propios, las pedanías, parroquias, anteiglesias y demás, desaparecen como tales y pasan, a lo sumo, a ser demarcaciones en las que ejercer desconcentradamente algunas funciones por parte de ese ayuntamiento del que dependen y que las absorbe en su condición de personas morales.
No deja de sorprender, a estas alturas, que si se pretende erradicar las entidades inframunicipales o transformarlas en alcaldías de barrio o cosa parecida, se les mantenga la denominación genérica de “entidades”. Entes que no son personas jurídicas; que no son sujetos de derecho. La RAE, que no debiera ser sospechosa en lo político, es tajante al respecto: entidad es, en primer término, una “colectividad considerada como unidad. Especialmente, cualquier corporación, compañía, institución, etc., tomada como persona jurídica”. O sea que si queremos ser respetuosos con la lengua –ahora que tantas cosas buenas y malas se escriben sobre el lenguaje jurídico-, habrá que cambiar esa contradicción. Es cierto que la vieja Ley de 26 de diciembre de 1958, de Entidades Estatales Autónomas, incluía entre las mismas a “los servicios administrativos sin personalidad jurídica distinta de la del Estado”. Aunque eso ya es historia desde hace un cuarto de siglo.
Pero con todo, la cuestión más sustancial, creo, es la que se apunta en el título que antecede a estas líneas: ¿puede una ley ordinaria cargarse, por ejemplo, la peculiaridad territorial de primer orden que aparece expresamente prevista en Estatutos de Autonomía como el gallego o el asturiano? En dichas normas la parroquia rural no sólo es una división administrativa, sino una manifestación milenaria de la forma de asentamientos poblacionales dispersos, condicionados en buena medida por la orografía; algo, esto último, que el BOE todavía no puede cambiar ni a golpe de mayoría absoluta.
En efecto, el artículo 40 del Estatuto de Galicia permite, textualmente, “reconocer personalidad jurídica a la parroquia rural”, porque previamente, el artículo 27 declara la competencia exclusiva de la Comunidad Autónoma sobre las “parroquias rurales como entidades locales propias de Galicia”, en tanto que “formas tradicionales de convivencia y asentamiento” (artículo 2).
Y aún más drástico, pues no opta por formas potestativas o condicionales, es el Estatuto asturiano, en cuyo artículo 6 se dice categóricamente que “se reconocerá personalidad jurídica a la parroquia rural como forma tradicional de convivencia y asentamiento de la población asturiana”. Y punto.
Dos estatutos aprobados por vías diferentes –el gallego hasta exigió referéndum- pero votados y sancionados como leyes orgánicas. ¿Se van a atrever el Gobierno o las Cortes a ignorar su inequívoca redacción y razón de ser mediante un procedimiento legislativo ordinario? Sabido es que el Tribunal Constitucional en algunas de sus decisiones reconoció que las peculiaridades estatutarias pueden primar, excepcionalmente, sobre la uniformidad de la legislación básica (por ejemplo, SSTC 27/1987, de 27 de febrero; 214/1989, de 21 de diciembre y 109/1998, de 21 de mayo). Pero aquí no hace falta invocar esa doctrina singular; basta con manejar correctamente la teoría de las fuentes del derecho y el principio de competencia.
Quizá lo peor, como no pocos están temiendo, es que tan poco cuidadosa generalización a la hora de eliminar estas inofensivas y benéficas organizaciones –como bien dice Sosa-, obedece a un propósito no ya centralizador, sino centralista. Me explico: la disyuntiva centralización-descentralización puede generar legítimos puntos de vista alejados. Son modelos dispares y el nuestro puede haber incurrido en disfunciones, ineficiencias, duplicidades y hasta despilfarros; lo admito. Pero otra cosa es el centralismo indiscriminado del legislador que no es más que ignorancia de la geografía, de la historia, de los flujos sociales o de la ordenación del territorio. Tratar con el mismo rasero a municipios mesetarios con sólo uno o dos núcleos de población que a los términos municipales del noroeste español, donde puede haber hasta centenares de asentamientos, algunos importantes y distantes de la capital, no deja de ser un despropósito o un desprecio a las singularidades reales de nuestro país.
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