Igualdad y dignidad de la mujer: 85 años de la penalización del piropo

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Andan estos días las aguas revueltas a cuenta de un libro que, al menos en el título, recomienda la sumisión femenina. Algo que, por fortuna, suena a anacronismo manifiesto e invitaría a la risa de no ser por lo que subyace detrás de tantos crímenes de violencia de género.

Manifestaciones ad hoc al margen, es lo cierto que antes de que los Códigos Civil o Penal preconizaran la igualdad plena de la mujer y el hombre, sancionando conductas como el acoso sexual, el Derecho Administrativo –de forma muy clara desde la legislación procedimental de 1958- había considerado plenamente capaz en las actuaciones de esta naturaleza a la mujer casada sin necesidad de contar con el beneplácito de su cónyuge. Y la mujer fue incorporándose a la función pública y ganando, por sus capacidades y méritos todas las batallas restrictivas, incluidas las libradas en el ámbito castrense, expedito desde 1988.

La igualdad está hoy plenamente arraigada en nuestro empleo público y no sólo en el acceso, sino en la actividad y los comportamientos diarios. Recordemos que el artículo 53.4  del Estatuto Básico aprobado por Ley 7/2007, de 12 de abril, refiriéndose a los principios éticos, impone que la conducta del personal ha de basarse  en el respeto de los derechos fundamentales, evitando toda actuación que pueda producir discriminación alguna, entre otras causas, por razón de sexo. Y entre las faltas disciplinarias muy graves del artículo 95, está la actuación que suponga discriminación por razón de sexo, así como el acoso moral, sexual y por razón de sexo.

Acoso que es la misma expresión del artículo 184 del cuerpo punitivo de 1995, con lo que la confusión de linderos puede estar servida. Es cierto que esta tipificación criminal trae causa de la recomendación de la Comisión Europea de 27 de noviembre de 1991 relativa a la protección de la dignidad de la mujer y del hombre en el trabajo, en la que se insta a los Estados miembros a la adopción de medidas para fomentar la conciencia de que la conducta de naturaleza sexual u otros comportamientos basados en el sexo que afecten a la dignidad de la mujer y del hombre, incluida la conducta de superiores y compañeros resulta inaceptable si:

  1. resulta indeseada, irrazonable y ofensiva para la persona destinataria de la misma;
  2. la negativa o el sometimiento de una persona a dicha conducta por parte de empresarios o trabajadores se utilizan, explícita o implícitamente, como base para una decisión con efectos sobre el acceso de dicha persona a la formación profesional y al empleo, sobre la continuidad o la promoción en el mismo o
  3. dicha conducta crea un entorno laboral intimidatorio hostil o humillante para la persona que es objeto de aquella.

Pero el acoso funcionarial, al que se refiere el EBEP, es sustancialmente lo mismo con lo que, como ya he escrito en otra ocasión, la concurrencia sancionadora es una construcción inacabada que no se culmina con la invocación del principio non bis in idem, lamentablemente omitido, por el constituyente.

Pero la preocupación por la igualdad y dignidad de la mujer viene de antiguo y ya que acaban de cumplirse 85 años de la tipificación como falta del piropo, recuerdo tal hecho, acaecido durante la Dictadura de Primo de Rivera. Al promulgarse el Código Penal de 1928, mediante Real Decreto-ley de 8 de septiembre (anulado al día siguiente de proclamarse la República), se anticipó en su Exposición de Motivos, el propósito de lograr el “desarraigo de costumbres viciosas”, como las que secularmente venían proyectándose sobre la mujer a través de “gestos, ademanes, frases groseras o chabacanas”. De ahí que el artículo 819 incluyera entre las faltas el piropo, imponiendo a quien profiriera “aun con propósito de galantería” molestas “frases groseras” o asediara a la mujer “impertinentemente de palabra o por escrito”, la pena de arresto de 5 a 20 días y multa de 50 a 500 pesetas.

No estaba mal aunque el componente subjetivo de sentirse molestada devaluaba la figura y generaba inseguridad jurídica. Porque, claro, hay piropos y piropos y tampoco debemos caer en el extremismo. Recuerdo, en plena Transición en mi Facultad, cómo unas compañeras, un poco fundamentalistas en las lides del feminismo, organizaron algo así como una batida para localizar a un anciano que le había soltado un piropo callejero a una estudiante. Según pudimos enterarnos más tarde, el requiebro poco tenía de soez; es más, parece que era una estrofa de Pemán…

 

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