¿Por qué tememos tanto al otoño?

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Se acercan las vacaciones de verano, ese dulce y caluroso parón en el que la actividad ordinaria languidece y en el reloj parece ablandarse y serenarse. Benditas vacaciones en las que nos disponemos a disfrutar según nuestros gustos y posibilidades. Unos a la playa y otros a la montaña o a viajes exóticos, pero todos, con cambio de actividad y descanso, al menos mental. Comprobaremos como los huecos en blanco avanzarán en las agendas a medida que nos adentremos en julio. Muchas reuniones y decisiones se pospondrán a septiembre, a la vuelta de vacaciones. El cansancio acumulado nos hace mirar con ilusión esas próximas semanas en la que colgaremos nuestro particular “Cerrado por vacaciones”.

Esta dulce cadencia nos resulta bien conocida al menos desde que el desarrollismo de los sesenta popularizara el seiscientos. Entonces, íbamos al pueblo. Los más avanzados y pudientes a la playa, eso sí, con sandía y suegra incorporada. Después, con más mundo, recursos y deudas, llegarían los viajes al extranjero, las urbanizaciones costeras y los hoteles todo incluido. Cambiaban los destinos y los escenarios, pero se mantenía la esencia lúdica de la sagrada interrupción de tareas y responsabilidades ordinarias. Así, al menos, lo conocimos hasta que el año de pandemia lo trastocó todo. El verano del 20 apenas viajamos. En el del 21 nos fuimos desperezando para desatarnos por completo en el de este 22. ¿Por qué este síndrome conocido como el de los locos y felices años veinte del siglo pasado, vividos entre dos guerras atroces? Partimos de la sociedad del malestar, en la que nadie parece sentirse cómodo y en la que la salud mental parece resquebrajarse a tenor de los antidepresivos y ansiolíticos que consumimos, según nos muestran estadísticas y balances. Pero a pesar de ese malestar – o precisamente espoleados por él – nos disponemos a apurar la copa del placer en estas próximas vacaciones, como si de la última vez se tratara.

Tenemos unas ganas locas de gozar, de divertirnos, de disfrutar. Así conjuramos miedos pasados y nos protegemos – o creemos protegernos – frente a los por venir. Y es que nos sentimos amenazados, tememos a que algo gordo y malo pueda acontecer, por lo que deseamos posponer nuestro terror al otoño, a la vuelta del verano y de las vacaciones. Y bien que hacemos, tanto por nuestra salud mental como por la economía colectiva. Que el dinero se mueva significa, de alguna manera, dinero para todos. Pero la rueda del tiempo nunca se detiene y, tras el verano, llegará el retorno al trabajo, al hogar, a la vida de siempre. Inexorablemente las vacaciones llegarán a su fin y a medida que el calor remita y las tardes se acorten iremos tomando conciencia de lo por venir en este invierno amenazador.

Pero, ¿por qué este miedo difuso? ¿A qué tememos? ¿Por qué nos mostramos tan temerosos y pesimistas para los meses por venir? Sin otro ánimo que trazar un acercamiento con brocha gorda, tres serían los ámbitos de nuestro desasosiego. Por una parte, el económico, por otra el de la salud, para terminar por la inquietud indefinida ante las consecuencias que la guerra que libramos en Ucrania pudiera tener sobre nuestras vidas.

Vayamos por partes. Es cierto que la economía se desacelera, pero también lo es que todavía crecemos a un ritmo del cuatro por ciento interanual, superior al de la media europea. También los es el que se crea empleo, con más de veinte millones de cotizantes a la Seguridad Social y un descenso evidente del desempleo. Sin embargo, percibimos un hondo pesimismo. ¿Por qué? Desde luego, la inflación desbocada y la subida de los tipos de interés abona la preocupación. Pero las instituciones nos insisten en que la inflación bajará hasta niveles razonables en los próximos meses y que el BCE no se cebará demasiado en la subida de tipos. Escuchamos con indiferencia esas razones que, desgraciadamente, no terminamos de creernos. Sabemos que Europa exigirá ajustes al gobierno y que el coste de la deuda pública se incrementará de forma sensible. Sin embargo, a ningún responsable parece preocuparle en exceso, mostrando las previsiones económicas para el próximo año, en el que aún vaticinan crecimientos por encima del dos por ciento. Otros, sin embargo, no descartan una honda recesión, que comenzaría en Alemania, primero, para cebarse con saña, después, en los países mediterráneos. ¿Quién tiene razón? No lo sabemos. Probablemente, la cosa irá por barrios. A unos sectores le irá bien, a otros mal. En todo caso, y cuanto menos, la economía se desacelerará, esperemos no caer en recesión dolorosa. Y es que, escuchando a unos y a otros, la inquietud no disminuye ni el pesimismo se atenúa.

La salud empeora. Y nos sólo la mental, como ya hemos comentado, sino la general. La covid ya se encuentra en su séptima ola y enfermedades varias y extrañas se ensañan con tirios y troyanos sin que nadie proporcione una explicación convincente. Todo parece apuntar a otro invierno complicado, y ya son muchos seguidos…

Y, por si fuera poco, la guerra. La Cumbre de la OTAN se celebra esta semana en Madrid, con gran aparato de seguridad, para recordarnos que los cañones hablan por nosotros en Ucrania. Lo queramos admitir o no, son nuestras armas las que disparan los soldados ucranianos. O sea, que hemos entrado en guerra. Y la experiencia histórica nos enseña aquello de que se sabe bien cómo se entra en una guerra, pero no cuándo ni cómo se sale de ella. El conflicto ha incrementado los desajustes que sufría el comercio mundial, con las consiguientes subidas de precios y riesgos de desabastecimiento a corto plazo, por no hablar de las repercusiones energéticas, bien conocidas – y sufridas – por todos. ¿Terminará pronto la guerra? No lo creemos. Al contrario, parece tan solo un primer episodio de la guerra importante que en verdad se librará esta próxima década, nada más ni nada menos que la de la supremacía mundial entre EEUU y China. Toca pues, armarnos y prepararnos para habitar en los siempre peligrosos y sangrientos juegos de guerra. El estruendo de los bombardeos, aunque lejano, carcome nuestra esperanza y riega la ortiga ponzoñosa del pesimismo que analizamos.

Frente a los tres jinetes del apocalipsis – ruina, enfermedad, guerra – también encontramos motivos de esperanza. Quizás la economía funcione mejor de lo previsto, quizás la guerra finalice, quizás la salud mejore. Quién sabe, la esperanza es lo último que ha de perderse y no seremos nosotros lo que caigamos en depresión.

Reflexione y tome sus decisiones en función de los escenarios optimistas o pesimistas que considere más probables. Pero, sobre todo, no se amargue y disfrute a tope de sus vacaciones, porque la vida es breve y porque nunca se sabe lo que nos tocará por vivir después. Cosas veremos que ni imaginar podemos. ¿Buenas, malas, terribles? Eso, sólo el tiempo nos lo dirá…

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