Ya es un lugar común el señalar que, en lo que va de década, se han padecido y afrontado episodios de gran magnitud lesiva para la población, de etiología a veces dudosa o incluso desconocida –caso de la pandemia-; inevitable en su causa –como la erupción volcánica-; posiblemente mitigable en lo que a vidas humanas se refiere -caso de la DANA- o más que posiblemente evitable, como el reciente apagón del lunes, 28 de abril. Y queda, naturalmente, la guerra de Ucrania que, aunque no haya, de momento, involucrado a fuerzas españolas, sí lo ha hecho a nuestra economía y, con las sanciones y restricciones recíprocas –casi como los aranceles de Trump-, sin duda está incidiendo en grandes bloques y sectores de contratación exterior. La previsión, aún muy verde, de una defensa europea casi autárquica, nos lleva a preguntarnos también por la laxitud o restricción del concepto de guerra. Nada nuevo sobre lo que la doctrina ya ha debatido a propósito de las misiones internacionales –supuestamente de paz, pero siempre con ataúdes- o la desdichada guerra de Irak.
Nuestra Constitución, aunque contiene numerosas referencias, normalmente adjetivadas, a lo militar, se refiere en un sentido formal y restrictivo a la guerra, sólo en lo concerniente a la abolida pena de muerte (artículo 15); a la imposibilidad de iniciar una reforma constitucional «en tiempo de guerra» (artículo 169) o, fundamentalmente, en el artículo 63.3, conforme al cual, «al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz». Estamos todavía con una visión de conflicto armado clásico entre potencias o bloques y la actualidad nos evidencia que podemos no saber dónde está el enemigo o quién es, pero es fácil apreciar que existe. El giro estadounidense con Ucrania y Rusia, que nada bueno aporta a la Unión Europea, es bien ilustrativo al respecto.
Como ya hemos señalado en las entregas anteriores, lo que se entienda por guerra es importante a efectos de exoneración de las obligaciones contractuales, tanto en el ámbito privado como en el público. En este último, recordemos que el Decreto 923/1965, de 8 de abril, por el que se aprobó el texto articulado de la Ley de Contratos del Estado, partía en su artículo 46, de un inicial numerus clausus: «La ejecución del contrato se realizará a riesgo y ventura del contratista y éste no tendrá derecho a indemnización por causa de pérdidas, averías o perjuicios ocasionados en las obras sino en los casos de fuerza mayor» y a los efectos de esta Ley se considerarán como tales únicamente los incendios causados por la electricidad atmosférica (a los que nos referimos en la anterior colaboración); los daños causados por los terremotos y maremotos (se omitían las erupciones volcánicas); los que provengan de los movimientos del terreno en que estén construidas las obras o que directamente las afecten; los destrozos ocasionados violentamente a mano armada en tiempo de guerra, sediciones populares o robos tumultuosos y las inundaciones catastróficas producidas como consecuencia del desbordamiento de ríos y arroyos, siempre que los daños no se hayan producido por la fragilidad de las defensas que hubiera debido construir el contratista en cumplimiento del contrato –tema que nos recuerda a otras fragilidades detectadas en Valencia-, y, como tantas veces, lo que era una lista cerrada de supuestos, se abría a la analogía y a la discrecionalidad técnica del Gobierno: «cualquier otro de efectos análogos a los anteriores, previo acuerdo del Concejo de Ministros».
Vemos, pues, que en el texto de 1965 se habla de tiempo de guerra, pero reforzando el supuesto con la exigencia de violencia y a mano armada.
Treinta años más tarde, el artículo 144.2.de la Ley 13/1995 de Contratos de las Administraciones Públicas estableció que tendrían la consideración de casos de fuerza mayor los incendios debidos a la electricidad atmosférica; los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas –que, al fin aparecen-, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes. Aquí se abre la analogía, pero no se indica quién la entiende aplicable, si el intérprete del contrato o, finalmente, los tribunales. Y, en fin, aparecen como causa exoneratoria los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público. Se mantiene la violencia en caso de guerra, pero desaparece la mención, algo redundante, al uso de fuerza armada.
Actualmente, el artículo 239 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, establece, de forma idéntica a la Ley de 1995, que tienen la consideración de casos de fuerza mayor los siguientes: a) Los incendios causados por la electricidad atmosférica. b) Los fenómenos naturales de efectos catastróficos, como maremotos, terremotos, erupciones volcánicas, movimientos del terreno, temporales marítimos, inundaciones u otros semejantes y c) los destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público.
El problema exegético, en estos tiempos, no es tanto el «tiempo de guerra», sino el lugar. O, mejor dicho, si un conflicto deslocalizado, lejano a nuestras fronteras y muy distante de las batallas de trincheras, artillería y bombardeos aéreos (que aún existen, por desgracia y en nuestro continente), puede entenderse como guerra a efectos del derecho interno y sus previsiones contractuales. Creo que nadie –y así lo advierto- puede defender que los destrozos generados por una situación producida sin una declaración formal del Rey y de las Cortes, carece de amparo legal.
Una vez más –y los tiempos están resultando elocuentes- creo que debe revisarse la amplitud y consecuencias de lo que aún entendemos por fuerza mayor en todo el campo de los derechos y obligaciones patrimoniales. Conceptos que se han desbordado como una avenida fluvial y que no nos aportan soluciones inmediatas de cuándo, cómo y a quién hay que resarcir o exonerar. Y, si no, esperemos a ver cómo se tramitan los expedientes de responsabilidad por el apagón.
Con respeto a los dos milenios de existencia de algunas instituciones, todo debería pasar por iluminar y redimensionar, con el nombre institucional que se entienda oportuno, las múltiples e inagotables afectaciones que ciudadanía y tejido económico venimos soportando en el último lustro. Y que, en principio, no tendríamos el deber jurídico de soportar. Pero esa institución también merece –fuera de las restricciones modernas de algunas teorías de la responsabilidad estatal- una profunda revisión. Llevo años, sin éxito, proponiéndolo a mis doctorandos.
Pospandemia, servicios y redimensionamiento de la fuerza mayor (II)
Pospandemia, servicios y redimensionamiento de la fuerza mayor (I)