No faltarán opiniones, siempre más autorizadas que la mía (aunque en esto haya sido cocinero y fraile) sobre la apuesta, reiterada en sede parlamentaria, del Presidente del Gobierno, de homologar las retribuciones de los cargos electos locales, a fin de acabar con un cierto despilfarro y con disparidades inexplicables y agravios comparativos. Incluso se han anticipado como criterios igualadores la población municipal y los recursos económicos de cada Ayuntamiento, a los que yo me atrevería a añadir el número de núcleos poblados del término.El tema, como bien saben los lectores, no es nuevo, en absoluto. Ya la redacción original de la ley básica local, de 2 de abril de 1985, en su artículo 75, decía que “las Corporaciones Locales consignarán en sus Presupuestos las retribuciones e indemnizaciones [de los munícipes] dentro de los límites, que con carácter general, se establecen”. Pero esos límites no aparecían por ninguna parte. Tras la reforma de 29 de diciembre de 2000, que introdujo la dedicación parcial en los Ayuntamientos, se precisó que “dichas retribuciones no podrán superar en ningún caso los límites que se fijen en su caso, en las Leyes de Presupuestos Generales del Estado”. E igualmente, con carácter realista, se cambió el verbo de indicativo a subjuntivo incierto: “las Corporaciones locales consignarán en sus presupuestos las retribuciones, indemnizaciones y asistencias (…) dentro de los límites que con carácter general se establezcan, en su caso”. Cantidades que deben publicarse íntegramente en el Boletín Oficial de la Provincia y en el tablón de anuncios de la Corporación, lo que no siempre se hace.
Igualmente, en no pocos lugares, se incumple el mandato del Tribunal Supremo (sentencia de 14 de octubre de 1997), de que las dietas no pueden acordarse de antemano de forma fija, continuada y previamente determinada, sino en atención a las sesiones a las que realmente asistan los perceptores de estas cantidades.
Bienvenida sea, aunque pueda repeler a una malentendida autonomía local, una medida que, si se consensua adecuadamente, puede llevar a que alcaldes como los de Madrid, Barcelona, Bilbao o Zaragoza, entre otros, no cobren más que el Presidente del Gobierno o que haya barra libre en los pequeños municipios para fijar cantidades que el erario local no puede soportar. Unos cuarenta mil ediles liberados en España es una brutalidad. Sobre todo si tenemos en cuenta, como ya escribí más veces, que hay más de siete mil municipios con menos de siete mil almas. Y cito algún dato más, no menos preocupante: sigue habiendo más de mil municipios donde no llegan a cien los empadronados y más de dos mil setecientos entre esa cifra y los quinientos vecinos. Y aún quedaría el tema, ya tocado aquí tantas veces, de los diputados provinciales. Seamos austeros, pero también valientes a la hora de afrontar una seria reestructuración administrativa. Peor que las lágrimas del localismo son las del drama económico, en parte traído por dispendios escandalosos de cuando nos creíamos ricos.
Y algunas Comunidades Autónomas, con estructura local propia, que mediten un poco al respecto: los datos oficiales, que no me invento, dicen que, en Cataluña, sus 41 comarcas –sin competencias estrictamente propias- costaron a la Generalidad 556 millones de euros de 2011 y cuentan con 1.100 cargos públicos. En Aragón, sus 32 comarcas –y aún falta una- suman 837 consejeros y 2150 empleados, con algún presidente que percibe retribuciones de 53.000 euros anuales pese al ayuno competencial específico y la carencia de potestad recaudatoria. Y en El Bierzo (la única comarca de Castilla y León hasta la fecha), la organización propia contaba el pasado año con un presupuesto de 5,7 millones de euros y una deuda de 1,3 millones. Una broma.
Como mueve a la sonrisa la prédica austera que se oye en los últimos meses por parte de gestores locales, autonómicos, universitarios, empresariales y sindicales: a partir de ahora, a comer el menú del día, nada de a la carta. Y me pregunto: ¿es necesario celebrar a diario comidas de trabajo? Los dirigentes que tienen su casa al lado del despacho, ¿no pueden almorzar en su domicilio? Y, en todo caso, ¿por qué los contribuyentes tenemos que pagarles la comida? ¿Por qué no se revisa el tema de las dietas, las tarjetas de crédito (con las que ha habido sucedidos escandalosos) y demás canonjías dinerarias? Uno recuerda aquel juego de palabras que se utilizaba para referirse a pretéritas prebendas de uniformados: no es lo mismo una gorra de plato que un plato de gorra. Pues eso, que ya les valió